ESCRITORES CHIQUIMULTECOS
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Rómulo Mar -narrador

RÓMULO MAR



     Nació en la aldea Los Planes del municipio de San Juan Ermita, Chiquimula, el 16 de diciembre de 1958.
     Rómulo Mar es Locutor Profesional graduado en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Durante 25 años laboró en radios de la provincia y de la ciudad capital del país. Es fundador y director del periódico impreso mensual el Revisor.

    Publicaciones: 1- El Invento –Cuentosutiles- (Ed. El Rosario, 2008, Create Space 2014). 2- El cazador de tropos (Ed. El Rosario, 2009). 3- El Volumen del Misterio -novela- (Ed. El Rosario, 2010; Create Space, 2014). 4- Diario de Creación (Ed. El Rosario, 2011, Create Space 2014). 5- Manojo de Luces -poesía- (Create Space, 2014). 6- Cuentos de San Juan -colectivo- (Graficentro, 2016). 7- El Poder de los Espejos -cuentos- (Ed. El Rosario, 2017). 8- Mírame -poesía- (Ed. El Rosario, 2017).



LA TRAMPA
    -cuento-


       Sobre las aguas se balanceaba la atractiva canastilla de flores con las brillantes monedas de oro en su interior. Rosas de un rojo intenso, campanillas moradas, flores de Chacté del amarillo más llamativo y un clavel rosado en medio, adornaban el alucinante tesoro.
       Esta curiosa y valiosa ornamentación se presentaba ante todos los que llegaban a bañarse a la poza después de las seis de la tarde.
Precisamente, cuando las sombras de la noche ya se habían tragado la luz del día, cuando la oscuridad eructaba grillos y búhos y encendía luciérnagas, los visitantes miraban aparecer, atónitos, la maravillosa canastilla de flores con las monedas de oro y se les prendía un gran deseo de poseerla.
       A Viviano “Ruca” le ocurrió, pues él frecuentaba la conocida Poza Encantada del cristalino río Carkaj, cuyo caudal corría despeñándose de las altas montañas.
       Una de esas raras noches, una noche misteriosa, de una oscuridad rojiza, el joven acudió a darse un refrescante chapuzón a la luz de una luna llena, naranja que flotaba entre las nubes. En ese momento, sobre las suaves olas, contoneándose, sin que él se percatara, surgió sigilosa la canastilla; salió de la sombra de una gran piedra recostada sobre el cauce del río. La roca se quedó con la boca abierta, como esperándola. La canastilla dio un furtivo giro y se deslizó, produciendo un leve sonido en el agua, y se metió de nuevo debajo de la piedra.
       La piedra, refugio de la canastilla, se había colocado de tal forma en el centro del río, en dirección de la corriente de agua, que daba la impresión de haber sido una persona que quiso emerger de la poza, o acaso escapar, y que al intentar brincar se petrificó en el aire por quién sabe qué hechizo. Vista de lejos semejaba las fauces de un cocodrilo gigante. Su punta se alargaba encima de la Poza Encantada y sobre ella saltaba parte del río formando un abanico. A los lados, otras dos enormes rocas hacían guardia y sobre ellas las ramas de los árboles de ambas orillas se prolongaban, se mecían y se tocaban las uñas.
       Hacia el oriente se elevaba un imponente cerro, cuya cima vigilaba todo lo que ocurría en el río, y a través de sus faldas se comunicaba con la serpenteante corriente del Carkaj.
       El lugar era, indudablemente, un goce incomparable para los sentidos; pero también una trampa para los incautos, pues casi nadie que osara llegar de noche escapaba con vida. Sin embargo, saberlo no le impidió a Viviano echarse un baño, principalmente porque necesitaba quitarse el sudor producido durante el trabajo del día en la tierra y para lucir presentable en el baile que esa noche habría en la aldea.
       Decidido a tirarse al agua estaba Viviano “Ruca” cuando se fijó en la piedra. De allí vio salir la canastilla de flores. Ésta, después de bañarse en los chorros de luz de luna y de agua, volvió a esconderse. La acción se repitió con rapidez varias veces, como parte de un jueguito siniestro. La canastilla salía y se metía debajo de la piedra tratando de cautivar al presente.
       Cuando el muchacho estaba fascinado, casi embrujado, la canastilla se deslizó despacio sobre el agua hasta la orilla donde él se encontraba y de allí rebotó como un resorte y se retiró rápidamente a refugiarse entre las tres piedras. Volvió a asomarse y se ocultó velozmente. Con ese movimiento de entrar y salir invitaba a Viviano “Ruca” a que la siguiera.
       Hizo una última salida y se detuvo en el centro de la poza. Entonces, la escena se volvió deslumbrante. Hechizado el joven contempló cómo cientos de luciérnagas brotaron de las monedas de oro y se fueron colocando sobre el río, volando una tras otra, hasta formar un gran arco gigante que alumbró todo el lugar.
       En ese mismo momento, en la orilla opuesta a Viviano, entre el verde virgen de las plantas y los árboles, surgió la silueta desnuda de una hermosísima muchacha iluminada con el torrente de luz que emanaban las luciérnagas. Destacaba la dama con su cabellera negra, larga y espesa, cuyas puntas colgaban a la altura de sus rodillas. Ella se movió con suavidad, como flotando, y penetró en el agua sin perturbar la superficie. El río se aquietó. La corriente dejó de fluir. El cuerpo de la exuberante mujer se hundió en la poza hasta la cintura, su ombligo besó el agua, el agua besó su cuerpo, y avanzó majestuosa hacia la canastilla, mientras en su pelo navegaba la noche.
       Las rocas al ver llegar a la divina figura se separaron y se amplió el espacio. La naturaleza se rindió a sus pies.
       Viviano “Ruca” que veía el espectáculo inmóvil, no resistió la seducción y se lanzó a las tranquilas aguas. Nadó con destreza a lo más hondo, a donde lo esperaban la mujer y la canastilla de flores con las brillantes monedas de oro. Pero antes de llegar a ellas, a su alrededor se formó un enorme remolino que lo engulló con voracidad y lo hundió en las entrañas mismas de aquél cerro que vio todo desde lo alto. En ese instante, el cerro creció un poco más hacia arriba y esbozó una sonrisa enigmática.


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TIRO POR LA CULATA
              -cuento-

       El jefe, más conocido por el sobrenombre de Papa Méndez, tenía enfrente a un tipo cachetón, serio, con la mirada fija en un punto muerto del patio, cuando llegó el Ñeques.
       - Ordene, usté, jefe – dijo el Ñeques, con aplomo.
       El Papa Méndez se sacó de la cintura su pistola y se la ofreció.
       - Matate a éste – le indicó implacable y se movió hacia la ventana. El condenado ni se inmutó.
       A pesar de estar con la sangre fría aun, de inmediato el Ñeques le metió tres tiros a quemarropa, sin pensarlo ni un instante. Luego lo remató en el suelo con total placer.
       Tras cumplir sobradamente la orden, volvió la mirada al jefe, quien ni siquiera presenció la ejecución por la forma tan ordinaria y sanguinaria con que la llevó a cabo y por la normalidad con que lo tomaba después de apreciar tantos hechos similares. El aspirante a ser su subalterno sintió una leve decepción.
       El Ñeques había llegado a la mansión esa tarde, tendría unas dos horas de estar allí. Acudió después de que le comunicaron que el Papa Méndez había aceptado su solicitud de ser admitido en el grupo.
       Lo que acababa de hacer era parte de las primeras asignaciones de rigor, según las reglas que regían las acciones internas que imponía este jefe a sus seguidores. Es decir que, tal como otras organizaciones de su tipo establecen, él debía pasar por una serie de pruebas de fuego para poder “pertenecer”; pruebas como la que acababa de cumplir que constituye una demostración digna del peor animal, las muestras de los más bajos instintos y las pasiones de una mente desequilibrada.
       Dentro de esta célula ilegal, la palabra pertenecer era considerada sagrada y supremo honor ser tomado en cuenta para aplicársela, para pasar a formar parte de la “familia”.
       - ¡Deme otro! – pidió el Ñeques de forma altanera. No le respondió el jefe, quien se hizo el indiferente con la vista anclada en otra parte.
       - ¡Mas bien… - acentuó sus palabras para insistir – consígame una ametralladora para demostrarle que matar gente a mí me produce gran satisfacción; me proporciona alegría; me emociona tanto que creo que despachar al otro mundo a un par de sujetos que nos disputan el oxígeno es mi mayor entretención! –
       No hubo respuesta de nuevo, sólo se escuchó muy fuerte el silencio por largo rato. Mientras tanto, al Ñeques le empezó a hervir la sangre y la temperatura le encendió la cara.
       Éste, al observar al jefe en tal actitud, creyó que quizá no aprobaba del todo el trabajo realizado; así que consideró que necesitaba ser más enérgico y arrogante para convencer.
       - ¡Deme una ametralladora, jefe! – Sus palabras delataron desesperación e impotencia. Enseguida agregó otro envanecedor argumento para tratar de hacerlo reaccionar y de sacarle una respuesta que le favoreciera.
       - Si usté buscaba un asesino complaciente, pues ha encontrado al mejor –
       Se produjo otro silencio más hiriente. Y luego:
       - Vos, Mono, - gritó el Papa Méndez - decile al Negro que me traiga su A-K47 – El Mono fue lo más rápido que pudo, de tal manera que pronto estuvo allí el Negro y le entregó su arma.
       Con la ametralladora entre sus manos, el jefe se acercó al Ñeques, le dio vuelta y le puso el frío cañón en la nuca.
       – ¿No te da miedo?
       – Para nada, jefe –exclamó engreído.
       El Papa Méndez tan solo le permitió terminar la frase y haló el gatillo. La descarga tronó en seco.



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DRIBLADO *
    -cuento-


       Mi padre me dijo: “mi hermano Antonio se parece mucho a mí. Así que si un día te lo encuentras por ahí va a ser fácil que lo identifiques”.
       Quizá haría ya tres años que se había perdido todo contacto con el tío Antonio, únicamente se tenía información de que se había radicado en Canadá; ningún otro dato que permitiera ubicarlo.
       Esa tarde apacible en la Antigua Guatemala conversamos sobre diversos tópicos con mi viejo y de nuevo intentó endulzarme el oído, como si lo pasado se pudiera borrar con tan sólo aplicar una nueva capa de pintura. Yo tenía la certeza de que no era así. Y como esa, habíamos sostenido muchas otras charlas, aunque siempre no muy largas porque yo lo sentía insoportable. La causa debía ser, indudablemente, por el trato severo que me dio durante mi adolescencia. Por supuesto, admito que yo le quité la paz, el sueño, le provoqué incontables dolores de cabeza; pero, como padre, debió tenerme paciencia.
       Esa intolerancia que desarrollé hacia él en ese tiempo, me orilló a evitar, lo más que pude, que conmigo se repitiera el conocido dicho “de tal palo tal astilla”. Quería ser diferente a él y forjarme un destino distinto.
       Lo del tío Antonio salió a colación esa vez, precisamente, porque yo pocos días después viajaría hacia ese país de América del Norte, Canadá, cuyo símbolo es la hoja de Maple. De hecho, me fui. Me establecí en Ontario.
       Tiempo después el asunto del tío lo olvidé por completo, mis actividades laborales en el mencionado país me mantuvieron sumamente ocupado. A pesar de algunas dificultades, había logrado un empleo decoroso gracias a mi dominio de tres idiomas: el inglés, el francés y, desde luego, el español; los dos primeros los aprendí en buenos colegios de la capital de Guatemala.
       Corrían los años cuando estaban en boga La Oreja de Van Goh y La Nariz de Michael Jackson.
       Bueno, exactamente en esa época en Canadá me ocurrió algo fuera de lo común, que es importante contarlo. Para el efecto, es necesario decir que para movilizarme en Ontario a veces utilizaba mi carro, otras me iba en autobús; pero la mayoría de las ocasiones me transportaba en metro, para el que compraba un pase mensual.
       Un día de esos, tras una jornada agotadora, con la idea fija de irme a descansar todo el tiempo posible a mi apartamento, caminé tranquilamente las cinco cuadras de distancia que había hasta la estación. Descendí suavemente sobre las escaleras eléctricas hacia el subterráneo para tomar el metro. Nomás pisé suelo firme lo vi a través del cristal. No había duda, era él, idéntico a mi padre.
       Al parecer el tío Antonio también me reconoció. – ¡Hola, tío! – susurré festivamente y levanté la mano para saludarlo y él hizo lo mismo. Le hice señas y me hizo señas. Entonces me movilicé emocionado hacia el final del pasillo donde estaba la puerta; él también, del otro lado del vidrio, avanzó tan rápido como yo. Cuando llegué, agarré el jalador de la puerta para abrirla, al mismo tiempo que lo agarró mi tío. Debido a eso, mejor lo solté; él igualmente lo soltó. Me alejé; se alejó.
       Cuando esto ocurrió, tuve una sospecha… algo no encajaba. Por tal razón, miré con mayor cuidado y pude comprobar que lo que tenía frente a mí era el reflejo fiel de un gran espejo.






* Plagiado a Alejandro León directamente de su boca con total alevosía y ventaja. (Gracias mi hermano.)
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SOLSAL
 -cuento-

       Solsal Pérez vivía permanentemente despierto, no podía dormir ni una sola gota, ninguna noche, por más que se esforzaba. Días y noches se los pasaba en vela, en total vigilia. Cerraba sus ojos fuertemente, pero en vano; imposible conciliar el sueño. ¡El sueño huyó de sus ojos para siempre! ¡Se le pegó un insomnio eterno!
       –Tomá té de tilo, Canche –le aconsejaban unos. Era inútil.
       –Tomá miel de abeja e infusiones de la Pasiflora o Pasionaria –recomendaron otros. Probó y nada.
       –Bañate en la noche con agua de epazote y dormí sobre una almohada de lúpulo.
       –Probá con algunas clases de hierbas, vos. Olé la flor del almendro, por ejemplo.
       Tras intentar de todo, incluyendo placebos, y no conseguir sedantes efectivos, el Canche, como le decían comúnmente a Solsal Pérez, se inyectó anestesia general. Consiguió dormir, pero sólo con un ojo. Fue como si hubiera dormido con la mitad de su cuerpo, mientras la otra mitad estuvo despierta. Claro, algo es mejor a cambio de nada. Pero tampoco era ese el somnífero que necesitaba, pues, además de no lograr un sueño pleno, no podía costearse el medicamento, por oneroso.
       Solsal era un tipo esbelto, cuarentón. Nació calvo y jamás averiguó porqué. Y tampoco le interesó profundizar en el tema, puesto que no le afectaba ni síquica ni físicamente. Le bastó saber que nada tenía que ver con su falta de sueño.
       Un artístico tatuaje dibujado en mitad de la cabeza modificó la prosopografía del Canche. Un adinerado amigo lo convenció un día de dejarse calcar la pelona. Le separaron los dos hemisferios del cráneo con una línea recta tendida desde atrás que terminó en medio de la frente. Enseguida, en el lado izquierdo, le pintaron ralos mechones de pelo negro entrecruzados que semejaban ramas de árbol. Una diminuta flor morada insertaron arriba de la nuca.
       ¿Y por qué le decían Canche? Todo mundo se preguntaba eso. Y con toda razón. Le pusieron ese apodo por nada. Sencillamente porque una vez alguien por accidente le dijo Canche. Los que escucharon la ocurrencia esa vez se revolcaron de la risa, indudablemente. Imposible deshacerse del mote desde entonces.
       En fin, original la descripción personal que le destinaron sus amigos a este hombre que sufría terriblemente.
       –¡Qué castigo! ¡Qué horrible! ¡Qué tormento! ¡Todo mundo duerme y yo no! ¿Qué pesadilla es ésta? –Solsal gritaba desesperadamente– He visto personas estiradas en plena calle, en el suelo, con un sombrero tapándose la cara y usando de almohada un tronco, ¡durmiendo sabrosamente! ¡Qué envidiables!
       El insomnio, que bien se puede catalogar como enfermedad, al Canche le comenzó de repente. Él no recuerda cuándo fue exactamente esa primera vez que ya no pudo dormir porque fue, como he dicho, de manera sorpresiva.
       Ocurrió una noche en que, alumbrado por una débil claridad, él leía un libro, recostado en la cama. La luna apenas se rascaba los pies en la orilla de la milpa y cortaba su luz en las hojas del cañaveral. A la par, su mujer roncaba a pierna tendida. No le molestaba en absoluto el sonido a olla de tamales hirviendo de ella. Estaba acostumbrado. Además, no podía protestar porque sabía que él producía pitidos, la hacía de ayudante de camioneta y sonaba a freno de tráiler en bajada cuando dormía profundamente, lo cual ocurría desde el primer momento que ponía su lisa cabeza en la almohada.
       Así pues, aquél concierto de ronrones de su esposa cerca de su oreja amenizó su lectura, mientras a lo lejos los perros colgaban sus ladridos en el aire denso. Entre sus manos y sus ojos tenía la obra Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias que un amigo le prestó.
       Abrió el ejemplar y metió sus ojos en él. Colocó una almohada sobre otra para tener una ligera inclinación y jaló las sábanas hasta la garganta para estar lo más tapado y cómodo posible, y prevenido, a la vez, por si se quedaba involuntariamente dormido en alguna de las líneas por las que se deslizaba.
       Luego de leer La Máscara de Cristal, empezó con avidez La Leyenda de la Tatuana. Un texto relativamente corto, relato de una mordida, de seis páginas apenas.
       Leyó y leyó… afuera, los grillos llovían en la oscuridad, las piedras tropezaban en los zapatos de algún trasnochador. La noche avanzaba y se llenaba de espuma... La luna, tajada de sandía amarillenta, se ofrecía en el espacio. (…La frágil corriente del río, acostada desde hace siglos, en su lecho nunca ha dormido…)
       Leyó y leyó… Sin embargo, empezó a amanecer y él aún no había terminado La Leyenda de la Tatuana, como si esa narración se hubiera estiraaado excesivamente por algún hechizo (estructura elástica de palabras vaporosas… niebla… bruma… nubes… La frontera entre estar despierto y dormido es de humo).
       Lo más raro fue que el sol empezó a levantarse y él no sentía sueño ni cansancio en absoluto. Se incorporó y caminó por el interior de la casa, el corredor y el patio arbolado sintiendo la sensación de un bienestar total, cargado de energía y con deseos de realizar actividades físicas de toda clase.
       Durante todo el día estuvo haciendo ejercicios, supermáquina de poder: trotó un buen tiempo, corrió en bicicleta, nadó en una piscina de manera inusual, levantó pesas, se mantuvo en las paralelas unas tres horas…
       Se percató de que algo no andaba bien cuando entró la noche y todas las personas, como es habitual, se fueron arrimando a la cama y empezaron el ritual de Apache alrededor de su lecho y de comadrona del bostezo que se atraganta un sueño, mientras él no sentía ningún deseo de irse a dormir, ni una pizca. Con la extrañeza lógica del caso lo comentó a los miembros de su familia, quienes le enumeraron una cantidad de razones posibles, pero hasta ahí nomás. Él se quedó parpadeando.
       Pasados tres días ya la cosa la empezó a ver el Canche con todo el dramatismo que le derivó, debido, en parte, a que también comprobó que el cansancio igualmente había escapado de su cuerpo.
       En tales circunstancias, para despejar cualquier filete de duda, se echó encima trabajos físicos duros, prolongados, sin probar descanso. Estuvo activo tres días seguidos… una semana... ¡un mes!
       Tras ese lapso de prueba, llegó a la conclusión contundente: el sueño y el cansancio se fugaron de su cuerpo para siempre. ¿Qué hacer entonces? ¿Pasar quejándose todos los días y perder todo su tiempo buscando una medicina tal vez inexistente o inalcanzable?
       Lo pensó detenidamente. Lo pensó mil veces. Consultó a todas las personas conocidas, aunque era más lo que se quejaba que lo que consultaba. La mejor respuesta que recibió fue que hay que tratar de hallarle el lado positivo a la vida.
       Finalmente, para tomar en cuenta éste último consejo, se concentró en el dicho de que no hay mal que por bien no venga y trató de encontrarle lo bueno al asunto. Y ocurrió lo más inesperado, ¡descubrió inmensas potencialidades en su cuerpo!
       ¡Increíble, sus energías se volvieron inagotables!¡Un mar de energías a su disposición! Entonces se hizo fondista, maratonista… ¡Campeón! Participó en competencias de ciclismo y de natación y… ¡campeón!
       Atravesó el Canal de la Mancha ¡tranquilamente! Nadó en los ríos contra la corriente, kilómetro tras kilómetro, hasta aburrirse... allí empezaron a decirle Salmón. Escaló las montañas y los volcanes de mayor altura y le dijeron Águila.
       La fama que se forjó se fue extendiendo con rapidez por el mundo. Desde luego que a medida que dicha fama abarcaba el planeta, igualmente crecía la admiración hacia él. Empero, a la par de esa admiración la gente se mostraba sorprendida y curioseaba, procurando conocer el secreto del poder de su héroe, ídolo para muchos.
       Claro que Solsal también estuvo muy atento para tejer una densa telaraña que volviera más oscuro el enigma de su energía y para ayudar a construir la figura de leyenda, o de mito, que las personas habían empezado a esculpirle. Para ello, guardó el secreto lo mejor que pudo.
       Pero también es cierto que mientras más grande se vuelve un misterio, mayor se convierte el cosquilleo de la curiosidad y más empujadas las personas a tratar de escudriñar en él. Éste fue el caso del héroe en cuestión. Aunque lo que cabe destacar no es hasta dónde pudieron llegar los investigadores, que no fue muy lejos, dicho sea de paso, sino todas las hipótesis y especulaciones que le levantaron las lenguas más creativas e inventoras de cuentos con colas largas.
       Ya sabemos que la gente para inventar historias se presta o, más bien, se entretiene, con lo cual muestra su estirpe de hacedora de nuevos mundos. De ahí se desprendió la entrada en escena lo de las tiras cómicas: una versión decía que el personaje en referencia era hijo de Superman. Otra que era pariente de Aquaman, de Flash y de Boomerang; que lo picó la misma araña que a Spiderman; que comió murciélagos y que por eso tenía algo de Batman.
       Las personas dieron rienda suelta a su imaginación, se divirtieron a costillas de aquél hombre convertido casi en leyenda; brotaron los más disparatados relatos, para reírse, incluso. Llegaron a tales extremos que no tiene parangón. Imagínate que decían cosas como las siguientes:
       –Un genio lo metió un tiempo en su lámpara maravillosa.
       –Cuando era niño, la mamá para nutrirlo, en el biberón, en vez de leche le ponía jugo de chichicaste mezclado con hojas de guanábana, uñas de conejo y orín de zorrillo.
       –Para dormirlo no le susurraban canciones de cuna, sino que lo encerraban en un cofre lleno de zancudos.
       –Un búho le escupió los ojos.
       –¡Le metieron la cabeza un año en un mar de avispas de un enorme panal!
       –Comió tortillas de caucho con albóndigas de aluminio.
       –Ese Canche nació en un nido de pulgas.
       De estas ingeniosas y retorcidas ideas también se podría llegar a la aparente conclusión de que a Solsal le habían perdido completamente el respeto. Pero no fue así. Al contrario. Más bien, con ello demostraban que les era muy familiar, que ya formaba parte del inventario de su conglomerado social, que lo estimaban y le manifestaban su mayor confianza.
       Bueno pero… volviendo a la realidad de su fuerza… esas capacidades físicas ilimitadas que hemos mencionado lo llevaron a ganar los premios mayores de los diversos torneos en los que se midió con los demás. Y, para ponerle alguna pequeña dificultad a las contiendas, en cada evento, permitía que los otros deportistas tomaran la delantera. Después él alcanzaba a uno por uno y los rebasaba con total facilidad. En maratón como en ciclismo esto se veía con gran claridad.
       En poco tiempo quedó demostrado quién era el que siempre triunfaba.
       Ante tal circunstancia, todos los atletas cuando se daban cuenta que el famoso Canche participaría en la disciplina que ellos practicaban, abandonaban desde el principio o competían sólo por el segundo lugar.
       Fue así como desde que Solsal se inscribió por primera vez en las Olimpiadas Mundiales los premios cambiaron: ahora el segundo lugar, convertido en el más importante a partir de aquí, obtenía la medalla de oro y el tercero la de plata. El cuarto lugar la de bronce. ¿Y el primer lugar?
       Una nueva era se había establecido en el deporte global. Sin embargo, luego de transcurridos apenas diez meses de las apariciones del Canche en los eventos deportivos, las miradas de los espectadores se concentraron más en el segundo lugar, y hasta en el tercero, menos en el que normalmente llevaba la delantera, pues ya se sabía con anticipación de quien se trataba y que ese se alzaría con ¡el diamante!
       Dos meses más adelante una inesperada noticia le dio la vuelta al mundo. El Canche declaró a la prensa que se retiraba de toda competencia deportiva a causa, supuestamente, de que ya no provocaba emociones en el público, y que ya ni él mismo se emocionaba. Aunque las verdaderas razones no eran esas, por supuesto. Y no quiso confesarlo entonces por no sentirse avergonzado y para no desprestigiar a los organizadores con quienes llegó a un acuerdo.
       El convenio entre las autoridades deportivas y el Canche incluía la cláusula donde éste se comprometía a no revelar a los periodistas las causas reales de su retiro. Lo cumplió.
       Era previsible que un día llegarían a rogarle que desistiera de participar, pues ya no tenía sentido, en vista de que la verdadera razón de realizar justas deportivas consiste en que todos tengan las mismas posibilidades de vencer a los oponentes y de convertirse así en héroes. Él lo comprendió perfectamente, por eso aceptó, de muy buena gana, los argumentos y la serie de prebendas sin precedentes que le prodigaron: recibió quince diamantes y la designación de Campeón Universal Vitalicio, más el empleo de entrenador mundial multidisciplinario, por el que percibiría unos emolumentos jugosísimos. Fue algo así como ganarse cinco premios Nobel simultáneamente. ¡La cúspide de la gloria!
       Cuando concluyeron todos los trámites para que él se hiciera acreedor a los ofrecimientos y se disponía a saborear plenamente, a degustar a lo grande ese momento incomparable de gloria, panzón de vanidad… despertó.
       Permaneció como cadáver de pájaro un largo rato, boca arriba. El techo detuvo su mirada ancha y perdida y sus pensamientos danzaron atropellándose en el estrecho escenario de su mente. Se sobó la esfera e hizo muecas de decepción.
       Se bajó de la vieja cama de metal en que durmió, y descansó bastante (la cama, al despedirlo, emitió su último rechinido de la noche y anunció así su turno para descansar), se vistió con el mismo pantalón de lona del día anterior y una camisa a cuadros limpia y se puso la gorra verde de siempre. Se comió una tortilla tostada con queso fresco y tomó cafecito caliente con pan. Afuera alguien tocó la puerta y silbó. Entonces, apresuradamente agarró la bolsa con la refacción y el almuerzo, se despidió de su mujer y sus seis hijos con dos palabras y salió, resignado, y aliviado a la vez, para ir a hacer el trabajo rutinario de cada día y volver lo más cansado posible al anochecer.


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LA LUNA SE CAYÓ
   
    -cuento-


         –¡La luna se cayó! ¡La luna se cayó! –Exclamaba la gente muy preocupada.
         La alarma la prendió un hombre muy conocido de uno de los lugares pintorescos del interior del país. Y de hecho, fue tan serio el caso que, luego de dos días en esa situación, los vecinos muy afligidos decían “hemos pasado ya dos días de noche”.
         Durante las últimas cuarenta y ocho horas habían subido la vista a ese cielo tan romántico de octubre y nada del amado disco iluminado. Coincidentemente, los días siguientes se nubló completamente la atmósfera y se percibieron amenazas de lluvia, con lo cual se hizo más evidente la ausencia del satélite natural de la tierra.
         La preocupación fue tanta que anuló por completo la tranquilidad de los lugareños.
         “¡Y con la desaparición de la luna también perdimos nuestros sueños!” vociferaban las mujeres en el mercado y comentaban los hombres en las esquinas de las cuadras. Efectivamente, pues la inquietud les hizo dormir muy poco, levantarse repetidas veces durante las noches y salir a las calles a ver hacia arriba, lamentarse y pedir al Altísimo que devolviera la luna. Los poetas, por su parte, miraban al firmamento con los ojos secos y hablaban de la manera más tosca como jamás se les había escuchado allí.
         Las escenas que se apreciaban eran parecidas a aquellas donde alguien, con lágrimas en los ojos, un día ve partir para siempre por un camino largo a su ser amado y después sale con frecuencia a tender la mirada por todo el sendero añorando verle retornar en lontananza como un lucero.
         También ocurrió que a consecuencia de la desaparición del astro y porque por todos lados se veía gente con el rostro volteado hacia arriba, no faltó quien levantara la bola de que los de allí padecían el temido mal de la nuca. Un mal que, afirmaban algunos, se cura solo comiendo las sagradas hostias de la iglesia.
         Era justificado el estado emocional que manifestaba cada persona, ya que quedarse sin luna el mundo no tenía sentido. Hay que recordar que es el satélite del que mucho se ha escrito y hablado, como aquello de que para sembrar una plantita o para podarla y que se dé bien, debe hacerse en luna llena; que cuando la luna está llena a alguien le duelen las articulaciones, o esa conocida leyenda de que al llegar la luna llena aparece el hombre lobo. Los astronautas que la visitaron en 1969 expresaron que es “el mar de la tranquilidad”.
         Los cantantes, así mismo, le han dedicado lindos párrafos:
         Ricardo Arjona ha dicho “Hazme una hamaca con el menguante de la luna”.
         Paco Pérez escribió “Luna gardenia de plata /que en mi serenata /te vuelves canción. /Calles bañadas de luna /que fueron la cuna /de mi inspiración”.
         Cristian Castro afirma en una de sus primeras baladas grabadas que “siempre hay una rosa en un poema, /siempre hay una luna en cada canción”.
         Por otro lado, Pablo Neruda la comparaba con una uña colgada en el espacio, mientras Miguel Ángel Asturias la poetizaba con un precioso verso en el que aseguraba ver una barquita navegando en el firmamento.
         Tendría uno que ponerse en los zapatos de aquellas personas para entender su pena por perder a ese cuerpo celeste tan apreciado.
         La bulla que desencadenó este acontecimiento sin precedentes fue tal que de manera rápida llegó a los oídos de la prensa. Todos los medios de comunicación, radiales, escritos, electrónicos y televisados de la capital se desplazaron de inmediato al lugar.
         Los cazadores de noticias buscaron afanosamente al personaje famoso del pueblo a quien atribuían la primicia. Lo localizaron pronto e inquietos se aglomeraron frente a su puerta. Nomás apareció él, escupieron a quemarropa sus dudas:
         –¿Es usted…? Intentó preguntar un periodista intrépido.
         –Sí, soy yo –Respondió espontáneamente el interpelado.
         –¿Es cierto que…? –Quiso continuar otro reportero.
         –Sí, es cierto –Salió al paso la voz del entrevistado.
         Un corresponsal extranjero fue más adelante:
         –¿Desde cuándo…?
         –Hace más de un mes.
         –¡¿Hace más de un mes?! –Los comunicadores casi expulsaron sus gargantas al escuchar esta respuesta y se miraron entre sí.
         –Así es –Confirmó con toda calma el caballero.
         Los periodistas se quedaron estupefactos.
         El estado de suspensión formado en torno a los representantes del cuarto poder fue roto sorpresivamente por otro de sus colegas al hacer la pregunta más certera de todo el interrogatorio:
         –¿Cuál es su nombre, señor? –El micrófono casi se lo metió en la boca.
         –Yo soy Ismael Cerna.
         Los cazanoticias nuevamente chocaron sus miradas y dibujaron un enorme signo de interrogación en sus rostros.
         –Si no me equivoco… –continuó el entrevistador– usted es un poeta.
         –Afirmativamente, soy poeta. –El bardo frunció el entrecejo al tiempo que confirmaba lo expuesto por su interlocutor.
         Otro más de los tantos reporteros allí amontonados, aparentemente el más inteligente y sin asomos de alguna perturbación emocional, desde atrás alzó una voz muy segura para zanjar de una vez por todas el asunto:
         –¿Podría usted, si es tan amable, en lenguaje directo, natural, reiterar la información de que la luna realmente se ha caído?
         –Usted sí sabe consultar, amigo. Pues… bueno, según estoy cayendo en la cuenta, todos ustedes no han venido aquí conmigo para saber lo que pasa con mi poesía… ¿verdad? –El semblante del poeta se mostró más contrariado.
         –No, señor. Sólo nos interesa el suceso de la caída de la luna que, según nos informaron, usted divulgó la noticia.
         –Mire, amigo… –El poeta carraspeó para despejar su garganta. Enseguida habló pausadamente para que su mensaje fuera perfectamente comprendido– Aquí ha habido una confusión, un mal entendido. Se han interpretado incorrectamente mis términos. Yo, como es propio de una persona enamorada de la poesía, he hablado en forma metafórica. Es cierto, dije, y cito textualmente: se ha caído la luna. Y mis paisanos han repetido infinidad de veces esa frase. Pero alguien al final la sacó del contexto. Yo, previamente, en una charla con un grupo de amigos, había dicho que tenía mucho tiempo de no escribir, que se había secado mi pluma, que ya no podía llegar al cielo en un verso, que se había caído la luna. Con esas palabras quería dar a entender que la inspiración me había abandonado desde hacía muchos días.
         Tras la aclaración, el poeta Ismael Cerna guardó silencio, al igual que toda la prensa. Los micrófonos se agacharon, los lapiceros se cubrieron y las cámaras se apagaron. Todo mundo se marchó sin agregar palabra. El bardo se quedó mordiendo una o.






EL INVENTO
       -cuento-


         
Súbitamente el individuo se puso de pie, sembró su sombrero en la cabeza y salió del recinto presurosamente.
         En la calle su prisa ha dejado sólo una estela de polvo en el viento; el trote del corcel se escucha lejano. Su silueta fue inmediatamente succionada por la distancia.
         ¿Quién era el personaje?... una invención de su mente.






LA TORRE CLEO
           -cuento-


         
–¿Ya encontraron el libro de don Guillermo, muchá? –resonó en el pasillo la voz aguda de la dueña de la librería.
         –Nooooo –respondieron al unísono dentro de la bodega los dos muchachos– Ese libro ya lo buscamos y rebuscamos y nada, doña Cleo –aseguró el más serio de ambos.
         Y era cierto, los chicos habían buscado con empeño entre aquél mar de libros. Dos o tres veces se habían topado con el mismo libro La Divina Comedia, de Dante Alighieri; habían visto bien la Iliada y la Odisea de Homero y Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, se exhibió luminoso. Pasaron ante sus ojos Romeo y Julieta, de Shakespeare, Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, El Código Da Vinci, La Metamorfosis y El Hombre Duplicado. Vieron también la Biblia, El Poema de Gilgamesh, El Señor Presidente, Cien Años de Soledad…
         Habían revisado estantes y cajas y tenían los libros regados y amontonados por todos lados. Levantaban grandes pilas de libros para poder ordenar su búsqueda, sin darse cuenta que así ponían en peligro la integridad de las obras. La posibilidad de que algunos ejemplares se dañaran no era remota, especialmente porque ellos inventaron un juego que consistía en formar ciudades, mundos y universos, utilizando para ello sólo libros. Entre sus imaginarias construcciones sobresalían altísimos edificios. Las torres gemelas las repitieron infinidad de veces. También edificaron torres triples que llamaron “triángulos imperiales”.
         Un trío de esas altas torres, “el triángulo imperial 3”, como lo bautizaron, se derrumbó y el piso más alto (el tomo de Don Quijote de la Mancha) se deslizó hasta el corredor. Uno de los muchachos lo fue a traer, comprobó su buen estado, lo revolvió entre todos y continuó su labor.
         Otros textos no corrieron la misma suerte de Don Quijote, ya que al caer se rompieron varias páginas y fueron a parar al fondo de una bolsa de basura para que no los descubriera la dueña de la librería.
         Este par de chicos jugaba, pero también miraba cuidadosamente los títulos, sin embargo, el que buscaban no aparecía por ningún lado. Así que, agotados, le informaron a la señora que el libro de don Guillermo no estaba.
         Doña Cleotilde, tan alta cual rascacielos, los escuchó y los vio desde su altura con cara de duda parada en la puerta de la bodega. La delgadez de su figura partió en dos el espacio de la entrada.
         –No es posible –dijo ella. Su rostro se mostraba siempre serio, pues era tan delgado, semejante a una página de libro, que no daba lugar para una sonrisa.
         –Él me lo prestó hace pocos días y yo nomás lo terminé de leer lo traje aquí. Estoy completamente segura.
         La señora planeó con su mirada por todo el recinto y suplicó a los dos adolescentes:
         –Vuelvan a buscar, por favor, muchá. Lo va a pasar a traer hoy. Ahí tiene que estar. Háganse la campaña –y se alejó meciendo su falda en la que sus dos quebradizas piernas se escondían temerosas.
         Los muchachos conectaron sus miradas, suspiraron y, sin más remedio, se zambulleron de nuevo en aquella navegable cantidad de textos.
         Se dedicaron a buscar El Libro de Don Guillermo, claro, aunque jugar volvió a ocupar la mayor parte de su tiempo. Otra vez se dispusieron a construir edificios. Los triángulos imperiales estuvieron erguidos de nuevo, al igual que varias torres gemelas.
         Uno de los dos empleados reunió los libros más pequeños y elevó el “inmueble” más flaco. Éste se balanceó en el aire cual borracho a punto de caer. Los muchachos lo sostuvieron para evitar su derrumbamiento prematuro y corrigieron algunos niveles para proporcionarle mayor equilibrio.
         Ambos contemplaron de lejos la obra “arquitectónica”.
         –¿Cómo crees que debería llamarse esta torre? –preguntó el constructor, muy pillo a juzgar por la expresión de su rostro. Y como no hay pícaro que ande solo, el otro inmediatamente adivinó el pensamiento de su compañero y torció la boca hacia el lado izquierdo y los ojos a la derecha. La risa le empujó el nombre que salió expulsado con una gran cantidad de saliva: ¡¡¡La Torre Cleo!!!
         Ambos se revolcaron de la risa. En ese momento, resonaron en el pasillo los taconazos de doña Cleotilde quien gritó desde el fondo:
         –¿Ya encontraron el libro de don Guillermo, muchá?
         –¡Noooo! –dijeron los jóvenes y trataron de caminar a su encuentro. Avanzaron como en arenas movedizas entre la enorme cantidad de libros regados por toda la bodega. Al pasar junto a la torre más alta de “el triángulo imperial 3”, movieron sus bases y otra vez se desplomó.
         Doña Cleotilde se detuvo en la entrada y el libro que formaba el piso más alto se deslizó hasta sus pies.
         La encorvada espalda de la señora formó un arco perfecto y las largas pinzas de sus manos lo recogieron con cariño. Lo puso amorosamente en su regazo y leyó el título:
         –¡Aquí está! –acuchilló con su voz chillona y lo mostró a los jóvenes.
         –¡¡¿Don Quijote de la Mancha?!! –exclamaron en dúo los jovencitos y se miraron inquisitivamente a los ojos.
         –¡Sí! –dijo a secas doña Cleo y se retiró rasgando el viento.






LA CAMA DE LA CARIDAD
                    -cuento-


         Contaba el finado tío Chinto Jordán que en la iglesia del municipio de San Juan Ermita había una cama a la que todos le tenían miedo.
         La cama, llamada “cama de la caridad”, estaba hecha de tablas de madera y, habitualmente, permanecía en la entrada de la iglesia, pegada a la pared del lado izquierdo.
         El caso es que se creía que el primer lunes de cada mes, a las meras doce de la noche, la cama salía a recorrer las calles de San Juan y luego volvía a la iglesia. El bullicio chillón de los ladridos de los perros pasaba primero, después la cama de la caridad, según aseguraba el finado tío Chinto Jordán. Al día siguiente, la cama amanecía atravesada, formando un triángulo con la esquina de las paredes.
         – Hoy se va a morir alguien –decía la gente, se persignaba y hacía la señal de la cruz con los dedos de sus manos.
         El origen de esos rumores era porque la cama servía para transportar personas heridas a los hospitales y a los centros de salud. También llevaba los cadáveres al cementerio. Su uso era muy frecuente, pues no había día de Dios que no ocurriera una tragedia en cualquier aldea del municipio, especialmente entre borrachitos que blandiendo sus machetes se tiraban a matar.
         Los niños que ya sabían la historia, cuando llegaban a la iglesia con sus mamás, se ocultaban detrás de ellas, entre sus vestidos, y miraban de reojo a la cama.
         Los adultos aconsejaban que las personas que decidieran levantarse o esperar las doce de la noche para ver pasar a la cama de la caridad, no debían sacar todo su cuerpo de la puerta, sino apenas asomar la nariz y girar los ojos en sus órbitas hacia los lados, hasta donde alcanzara la vista.
         – Una vez –dijo el finado tío Chinto Jordán– un puño de patojos, en el atrio de la iglesia, nos pusimos a hablar de la cama y decidimos que aquella noche, que era un primer lunes de mes, íbamos a levantarnos juntos antes de las doce para ver si era cierto que la cama salía a caminar.
         – Nos atrevimos –continuó el tío– porque todos vivíamos a la vecindad. Nuestras casas estaban en fila, en la misma calle...
         Y así fue, de verdad. Según nos narró, esa vez él se acostó más temprano que de costumbre. Puso su despertador a las doce menos cinco y se metió a la cama. Le costó dormirse. Daba vueltas y vueltas y el sueño no le llegaba. El miedo lo mantenía despierto, pensando en aparecidos. Le pasaban por la cabeza brujas volando en sus escobas, maullidos de gatos, gritos de gente, ruidos de algo que se arrastraba... música rara, un ronquido, el silbido del viento... una lámina somataba al silencio...
         Todos los ruidos externos e internos de la casa se aliaban a lo que imaginaba aquella pequeña cabecita creando un mundo de espanto. Los ojos, por momentos, los abría desmesuradamente en plena oscuridad y los volvía a cerrar, y se encogía. Intentaba saber la hora preguntando con la vista, pero la noche se la negaba.
         El tiempo parecía ser cómplice de algún plan siniestro. El tic-tac se le metía en el cuerpo, uno por uno, pretendiendo convertirlo en reloj. Cada segundo se dilataba, se desprendía de su aguja con su-e-ño. Los minutos se escurrían por debajo de la cama y se ponían a jugar. Las horas eran murciélagos que colgaban del techo...
         Tras aquella eternidad... ¡las doce menos cinco! Los espantos apresuradamente se agazaparon en los rincones cuando él colgó sus redondos ojos en la oscuridad. Los movió sigiloso por todo el cuarto. Se puso una mano en la boca y pensó si lo hacía o no. Se incorporó despacio. Se quedó un instante navegando en la nada y se preguntó si los demás también estarían listos ya.
         Finalmente se armó de valor y se fue caminando a tientas. Quitó despacito la tranca de la puerta y empezó a abrirla con cuidado. No la había abierto por completo cuando escuchó que venía el bullicio de ladridos de perros. Rápido volvió a cerrarla. El ruidazo pasó por la calle. La piel se le puso de gallina y se quedó quieto. Enseguida, entreabrió la puerta y vio por la rendija... vio con los ojos salidos... por la calle la cama se deslizaba flotando. Unas mantas blancas y otras negras con formas de figuras humanas la iban cargando len-ta-men-te. Luego, nada.
         Permaneció pasmado un largo rato. No sabía que pensar. Mas bien, no pensaba nada... se le vació la cabeza...
         Tras un largo rato, recobró la conciencia. Los pensamientos volvieron a su lugar. Sacó su nariz y movió los ojos para todos lados... y nada. A lo lejos se oía que iban los ladridos de los perros. Se asomó un poco más, sacó la cabeza y miró las casas de sus amigos: todas las narices se veían en fila, pero parecían unas narices agrandadas, infladas, saliendo de las puertas de las casas. Aunque le pareció extrañó, no le puso mucha atención.
         – Sí salieron –se dijo y se entró.
         Al día siguiente, otra vez se juntaron todos en el atrio de la iglesia. Entonces él soltó la expresión:
         – ¡Vieron muchá!
         Dubitativos se miraron las caras los otros y respondieron:
         – Nosotros no nos levantamos, vos.





“HUERTO DE DÍAS”
         -cuento-


       Los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos colgaban en abundancia de las doblegadas ramas. Era un huerto de árboles de días con un letrero de madera vieja en el que decía “Huerto de Días”.
       El propietario cosechaba los siete días en tan grandes cantidades que muchos maduraban en los árboles, caían al suelo y allí, entre la hojarasca, se pudrían. Días podridos que luego se convertían en abono. Algunos los recogía él antes de que se descompusieran, otro poco servía para alimento de los animales que habitaban entre el follaje, como el Peterete que era el que más se aprovechaba. Éste era un roedor que se había ganado el cariño de don Palermo, el dueño de ese delicioso lugar, porque era inteligente, juguetón y obediente. Su aspecto era simpático, similar al de una ardilla, pero quizá surgido de algún cruce de lo más peculiar pues tenía un ojo con antifaz, igual que los mapaches, y en la cola franjas como las de un tigre. Original el Peterete.
       ¿Dónde había conseguido las semillas de los árboles de días don Palermo? Esa era la pregunta que todos se hacían. Entre la gente circulaba variedad de versiones. Unos decían que se la había regalado un viajero de turbante blanco al que una noche le dio posada en su casa. Otros aseguraban que la había sacado del fondo del río que pasaba por ahí en tiempos de invierno. Los más atrevidos afirmaban que se la entregó una mujer hermosa, quien se le apareció entre unos arbustos de hojas iluminadas que hay en medio de la tupida maleza de esa región.
       La verdad era un misterio. Nadie la sabía más que aquél amable señor que cultivaba días, de sombrero de ala ancha, bigote negro y espeso, ojos almendrados y estatura mediana. Vivía solo en su casona de teja y amplio corredor. Atrás estaba su huerto poblado de plantas que ofrecían lo más apetecido.
       Conforme se fue divulgando la existencia de su negocio, la venta fue creciendo, así como la extensión de su terreno. Muchos adquirían días sólo desde lunes hasta viernes, mientras otros preferían llevar especialmente sábados y domingos.
       ¿Quiénes compraban los días desde lunes hasta viernes y quiénes los del fin de semana? En un principio no estaba definido, pero con el tiempo se pudo notar que los empresarios demandaban más los de entre semana y sus empleados los sábados y domingos. Claro que los empresarios también consumían del fin de semana, pero en cantidades muy ínfimas.
       Desde que la venta de los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes aumentó se empezaron a agotar y a encarecerse, a la vez que buen número de los del fin de semana a arruinarse debajo de los árboles. De éstos hasta se regalaban. En algunas ocasiones pasaban por el huerto personas de escasos recursos pidiendo les dieran aunque fuera un pedazo de sábado o de domingo. Don Palermo, muy caritativo, cortaba días enteros y se los daba.
       Pasados dos años la situación cambió. Los empresarios, sin que se supiera la razón, comenzaron a adquirir sábados y domingos en grandes cantidades, lo que fue provocando la escasés de estos productos y su consecuente aumento de precios. Esto mismo repercutió en otro sentido: los trabajadores y toda la gente de clase baja cada vez pudieron disfrutar menos de estos días. Y, claro, ya no se regalaba nada porque la demanda era demasiada que no sobraba ni un solo día. Por eso los que antes pedían ahora ni se acercaban. Además, el productor de semanas en este tiempo ya únicamente pensaba en acumular y no en dar. Era como el azadón…
       El triste panorama económico que abrumaba a las grandes mayorías a don Palermo le tuvo sin cuidado, a él lo que le venía sorprendiendo y satisfaciendo, desde luego, era que poco a poco crecían las exportaciones a distintas naciones y el incremento de su capital de forma tan impresionante que pronto se contó entre los empresarios más adinerados de su país.
       Esa bonanza dio como resultado que su huerto dejara de serlo y se convirtiera pronto en una finca de incontables caballerías. Se decía que llegaba hasta donde alcanzaba la vista, observada desde cualquier montaña.
       En cierta ocasión, estando sumido en sus cavilaciones, el vendedor de días se puso increíblemente feliz cuando saboreó una nueva idea: diversificar los cultivos en el terreno sembrando árboles que produjeran un solo día cada uno y no todos los días como hasta entonces. Es decir, que unos árboles dieran solo lunes, otros solo martes, y así sucesivamente.
       Y dio sus frutos. Había que verlo qué emocionado estaba cuando cortó su primer delicioso sábado de un árbol. Era un día pintón, grandote, oloroso, ¡qué dulce y jugoso! Una exquisitez, de verdad.
Así continuó en aumento su negocio: las exportaciones ahora eran exorbitantes. De todos los países se recibían pedidos de sus productos.
       Más la sorpresa mayor que se llevó toda la gente en una oportunidad, fue cuando se enteró que en el “Huerto de Días” había árboles de las cosas más increíbles: árboles de nadas, de carcajadas, de luces, de ideas, de narices, de recreos, de te quieros, … velocidades… espejos… goles… noches…
       ¿Y ahora de dónde se había sacado esas novedades don Palermo? Él, una vez que no pudo evitar dar una respuesta al respecto, explicó, con evidente nerviosismo y sin mayores detalles, que tenía por ahí un su palito que le daba toda clase de semillas. Sacó una su risa fea y con un pretexto que nada que ver, se retiró como pez en río crecido.
       La respuesta, en realidad, no importaba mucho, de todas maneras la gente como loca hacía largas colas diariamente para comprar sus productos.
       Pero ahí no termina todo. Fue tan desenfrenada su ambición por amasar dinero que se dio a la tarea de experimentar con sus plantas, sin pensar muy detenidamente en su proceder, cegado completamente. Lo primero que se le ocurrió fue injertar las plantas para producir nuevas variedades que se vendieran más caras. Así, empezó a hacer injertos de alegrías y de luces, de donde obtuvo de ideas luminosas; de ideas y de narices salieron árboles de narices ideales; de te quieros y de espejos, de enamorados… de nadas y de luces… de nadas y…
       Esa labor de injertar la realizó sin orden y sin control. Y ocurrió que en la combinación de plantas fue usando cada vez más árboles de nadas. De tal manera que, en cierto momento, comenzó a juntar únicamente de nadas entre si.
       El hombre al final solo tuvo árboles de nadas… vendió nada… comió nada...
       El Peterete, del que se había sabido poco en mucho tiempo, debido a que se había hundido en las profundidades de aquella arboleda para deleitarse con las distintas cosechas, emergió asustado, le echó una mirada desconsolada al nuevo producto y abandonó el lugar inmediatamente sin decir ni siquiera adiós.


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UMBILICAL
     -cuento-


       Rita estornudó y de inmediato le saltó el ombligo. La niña, asustada, intentó metérselo, pero no lo consiguió. Entonces corrió a donde sus papás a contarles. Ellos, don Julio y la señora Silvia Cordón, sorprendidos, la examinaron detenidamente y en vano trataron de corregir el defecto. De pronto, la niña volvió a estornudar y el ombligo se hundió. Los tres se miraron las caras y sonrieron. El “vivo” ombligo estaba otra vez en su lugar. Había vuelto a la normalidad.
       A la semana siguiente, otra sorpresa. Rita estornudó de nuevo y como por arte de magia, el ombligo se estiró hacia afuera, por segunda ocasión. Esta vez los papás se inquietaron por el fenómeno. Nunca habían sabido de algún caso similar. Al respecto hicieron algunos comentarios, pero coincidieron en que no había que prestarle demasiada atención, pues, seguramente, con el tiempo el defecto se corregiría sólo.
       El suceso ocurrió varias veces más, pero ya nadie se alarmó. Hasta la misma niña lo fue considerando como algo normal, se fue acostumbrando a la situación. El ombligo mismo pareció irse durmiendo en su estómago.
       Así transcurrió el tiempo, sin más novedades para la familia Cordón. Los años se acumularon en la vida de Rita. Empero, no para dañar su aspecto, sino para convertirla en espejo de la primavera. A los quince años desbordaba belleza. Al pasar frente a los muchachos dejaba entrever sus encantos de princesa exhibiendo su figura de medidas casi perfectas. Los chicos la miraban con los ojos saltados y soltaban, espontáneos, finos piropos al nomás notarla. Rita sabía lo que tenía, por eso hasta jugueteaba con los sentimientos de los jovencitos.
       Era tal su hermosura, que un día fue seleccionada para participar en un concurso de belleza de su pueblo. Ella se preparó con esmero y se sentía invadida por una sensación de seguridad. Creía en sí misma. Sabía que tenía las mismas posibilidades que las demás e, incluso, que podía superarlas en algunos aspectos. Esa confianza en sus capacidades era fruto de los valores tan importantes, entre ellos la autoestima, que sus padres le inculcaron desde pequeña. Así esperó ansiosa la fecha del evento.
       La actividad contó con un gran despliegue promocional: radio, prensa escrita, internet y afiches en las calles anunciaban el concurso.
       La noche de la elección, la sala, repleta de gente, estaba fastuosamente iluminada por chorros de luz verticales e inclinados que emanaban de la parte alta. El engalanamiento del recinto delataba que ese sería escenario de un acontecimiento memorable.
       Las candidatas se presentaron en el orden establecido por los organizadores. Desfilaron primero en traje informal. Luego, aparecieron en ropa deportiva. También lo hicieron luciendo atuendos típicos y lujosos trajes de noche. El público expectante aplaudía y gritaba, emocionado, alentando a sus favoritas. La razón del entusiasmo era evidente, ya que las jovencitas, en la etapa de preparación, habían puesto especial cuidado en lograr que sus atributos resaltaran. Una de ellas era Rita Cordón, la que cautivaba el mayor caudal de miradas.
       Esa noche de gala, una por una fue recorriendo el escenario, recibiendo la aprobación de la concurrencia. Cuando el maestro de ceremonias anunció la participación de Rita Cordón, el entusiasmo de la multitud se desbordó. Ella apareció deslumbrante en el fondo, endiosada. Se desplazó, contoneándose, hacia la parte frontal, luciendo un minúsculo traje de baño de un rojo profundo, el cual contrastaba en forma magnífica con la blancura de su piel. Allí, de frente, se detuvo un instante, observando, altiva, al auditorio.
       En esa posición se mantuvo un momento, notándose muy segura, controlada, estática e imponente, disfrutando ese instante de dominio sobre el público. Pero el placer se rompió repentinamente porque sintió un cosquilleo en la nariz. De pronto –¡Achú! –un fulminante estornudo la estremeció. Trató de no descontrolarse, pero un pensamiento fatal fue invadiendo su mente. Un frío congelante le recorrió el cuerpo. La multitud se puso de pié, con la boca abierta, asombrada por lo que veía. Finalmente, Rita perdió la compostura y pensó en lo peor. Sus manos que mantenía pegadas a sus piernas, titubeantes y nerviosas, las deslizó hacia sus entrañas. Al palpar su pequeño y bien trabajado estómago, comprobó lo que sospechaba, lo que temía: ¡el ombligo estaba afuera! Era inmenso. Medía casi dos pulgadas. Era como un dedo índice del estómago que señalaba a la gente y la gente lo señalaba a él.
       La jovencita, impactada por la tragedia, reaccionó inmediatamente y se retiró corriendo del escenario. Desapareció rápidamente, dejando tras de sí un murmullo que se agigantaba, que se dilataba y la perseguía. Llegó a su casa casi volando y cerró la puerta con violencia.
       En la calle quedaron los comentarios ensordecedores, multiplicados, hiperbólicos e interminables.
       La alarma cundió en la familia Cordón. Con prontitud acudieron a un médico para que se encargara de ese asunto embarazoso. El doctor, después de practicar los exámenes de rigor, dispuso que había que operar a la muchacha para extirpar el ombligo. Los papás estuvieron de acuerdo y se procedió enseguida.
       El galeno preparaba los utensilios para la cirugía cuando... –¡achú! –el ombligo se hundió velozmente. Rita, como queriendo comprender finalmente lo que ocurría, se sonrió y tocó, complacida, su pancita plana. Por su parte, el médico, sorprendido, hizo exámenes de nuevo e intentos denodados por conseguir que el ombligo saliera. Todo en vano. El ombligo estaba en su lugar, normal. Se reunió, entonces, con la familia Cordón para tomar otras decisiones. Rita, los papás y el doctor concluyeron que era conveniente, de una vez por todas, provocar que el ingrato ombligo saltara de nuevo para corregir definitivamente el defecto, pues era muy probable que surgiera en cualquier otro momento. Por ejemplo, dijeron,- cuando ella se case y quede embarazada, el estiramiento del estómago le podría hacer salir el ombligo en forma exagerada y eso sería peor -. Así que se puso manos al ombligo.
       El especialista analizó el caso. Consultó varios libros. Realizó una junta con otros colegas. Y nada. Diagnóstico sin resultado. La recomendación final fue que mejor se dejara el ombligo así como estaba.
       Los papás y Rita seguían comentando que el día que se presentara un embarazo, se podría complicar la situación. Pero la opinión del profesional de la medicina tenía su peso y convinieron en tomarla en cuenta y no insistir más en el caso.
       –Ay, Dios, esto del ombligo dicen que es una de las partes atractivas de las mujeres. Pero así, yo hubiera preferido ser como Adán y Eva –dijo Rita y suspiró.
       –¿Cómo así mi´ja? –preguntó su papá.
       –Pues... dicen que no tenían ombligo, porque no nacieron de una madre como nosotros.
       –Aaah, la mentada controversia. Mira, Rita, eso es difícil de sostener. Acordate que la biblia dice que ellos fueron hechos a imagen y semejanza de Dios.
       –Sí, pero...
       –Mi preciosa muñeca, ya no te preocupes tanto. Total la vida no depende sólo de un ombligo. Déjalo en manos del tiempo, él puede ser el mejor cirujano.
       –Ojalá tengas razón, papá.
       –Ya vas a ver –sentenció don Julio.
       De esta manera, las aguas volvieron a su cauce. Entonces soltaron el calendario. Las hojas fueron cayendo, primero en forma lenta; rápido después. Uno de esos días, en el patio de la casa, el aire sopló fuerte y levantó una polvareda que estrelló contra los ventanales. La familia no notó aquél fenómeno de la naturaleza que alguna influencia podría ejercer sobre su hogar. Los padres estaban más bien preocupados en afinar su estrategia y continuar, sin tregua alguna, reforzando los valores de su hija, reafirmando su autoestima, especialmente.
       Dos años después el tiempo frenó su alocada marcha. Otro suceso en el seno de la familia Cordón marcaría el inicio de una nueva etapa. Rita apesadumbrada se acercó a su papá que descansaba en la sala de la casa y le hizo una terrible confesión:
       –Papi... esteee...¡estoy embarazada!
       –¿Quéee? –dijo el papá, y todavía con la expresión prendida entre los dientes, de un salto se puso de pie y corrió despavorido detrás de la hija que ya volaba. Ágil y desatinado, se movió tirando los sillones por todos lados, tratando de alcanzarla mientras sentenciaba:
       –¡Si te agarro te voy a dar una lección de la que no vas a olvidarte jamás!
       De pronto, de sopetón, Rita se detuvo, soltó una carcajada y le dijo:
       –Papi, papi, detente... ¡es una broma!
       –¿De veras? –preguntó él con la sorpresa dibujada en su rostro.
       –Síii, es una broma –y continuó riendo.
       El papá, contagiado del positivismo de Rita, esbozó una sonrisa intuyendo lo que pasaba. Pero para salir de dudas hizo una pregunta inquietante:
       –¿Y qué ha ocurrido con el ombligo?
       –¿Cuál ombligo? –respondió ella. Entonces rieron los dos y se abrazaron. Luego, se miraron a los ojos. La vista penetró hasta sus almas y la felicidad se instaló en sus semblantes.
       El ombligo siguió igual, pero a Rita ya no le importó, comprendió que por eso no iba a desperdiciar la maravillosa vida que tenía por delante. Don Julio movió afirmativamente su cabeza para expresarle que la entendía y en su mente floreció un sólo pensamiento: “Lo que plantamos dio sus frutos”.


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LA POZA ENCANTADA
         -cuento-   


       Un extraño pintor, con la bolsa de los colores de la vida al hombro, una tarde de un día soleado se instaló bajo uno de los frondosos árboles de sabrosa sombra, a orillas de la Poza Encantada del río Carkaj.
       La poza era famosa por su profundidad y sus misterios. Se rumoraba que nadie jamás había tocado su fondo, que allí se bañaban las muchachas más hermosas, pero también que allí salían espantos.
       El pintor, ajeno a lo que se decía de la poza, colocó su caballete y su lienzo, tomó su paleta y su pincel, y se dispuso a crear. Aspiró profundamente el aire puro que lo abrazaba, se bañó los oídos de música natural y se sumergió en el universo de figuras, líneas y colores que le inundaban la retina.
       La magia empezó a surtir efecto. El pincel pintaba y dibujaba con tal maestría que parecía moverse con voluntad propia. Puso un verde profundo de fondo. Otros colores se escurrieron, naturalmente, hacia sus espacios correspondientes y un trazo magistral le dio forma al río. Luego, deslizó reflejos perfectos de rayos de sol sobre la superficie del agua.
       La creación artística se convertía rápidamente en un espejo de la naturaleza.
       Repentinamente la obra hecha sobre el lienzo superó su estado estático y adquirió movimiento. Las aguas del río recién dibujado fluyeron; de igual manera, las ramas de los árboles empezaron a mecerse. Mientras, en el exterior, lo real se aquietó. Después, la pintura volvió a su estado normal y la naturaleza recobró su actividad.
       Pero pronto el fenómeno volvió a repetirse, una y otra vez, cada vez con mayor celeridad. La pintura y la naturaleza cambiaban alternativamente de estado de movilidad a inmovilidad, hasta que la intermitencia alcanzó gran velocidad.
       Súbitamente el vértigo alucinante del movimiento alternativo se detuvo y se instaló una profunda atmósfera de paz.
       Enseguida, aquél ambiente sereno fue quebrándose paulatinamente ante la actividad que recuperaba la naturaleza. Además, sobre la tela del artista también empezaron a moverse, ¡con vida propia!, todos los elementos que el pincel había pintado.
       A continuación, sobre el cuadro se posó el pincel una vez más y, tras un leve roce, surgió una barquita que de inmediato se balanceó y se movió navegando en la escurridiza corriente cristalina creada por el pintor. Se dejó arrastrar lejos, pero luego volvió a la poza.
       Alrededor de la pequeña embarcación, siete pececillos de distintos colores: un rojo, un anaranjado, un amarillo, un verde, un azul, un añil y un violeta, mostraron un arco iris brincando nerviosos sobre el agua; de pronto se sostuvieron unos segundos en el aire y, en seguida, se fueron zambullendo en el agua uno tras otro. Al penetrar en la superficie del río produjeron sonidos diáfanos de piano, emitiendo notas secuenciadas de la más alta a la más baja. Cuando sonó esta última nota, un do muy grave, un profundo silencio se tragó la armonía sonora del ambiente. Se percibió, entonces, una inmensa quietud de sordo y de ciego. Las hojas de los árboles se sosegaron y el aire dejó de soplar. El río se detuvo. Por un momento, absolutamente todo se murió. El tiempo voló (se escapó, se diluyó).
       Luego, de golpe, el mundo revivió otra vez. El aire giró con violencia. El pintor, hundido en la maravilla que sobre el lienzo se reproducía, se quedó congelado cuando una ráfaga de viento le arrebató la obra de arte y la levantó a la altura de las copas de los árboles. Después, cual hoja seca, o como alfombra mágica, fue cayendo suavemente sobre la Poza Encantada, tocó el agua y siguió bajando. En el instante en que el cuadro se ahogaba, la barquita se desprendió de la tela y, dando tumbos, se fue navegando río abajo, hasta que se perdió. Mientras tanto, los vivaces pececillos formaron una rueda en el centro de la poza y se pusieron a retozar. Enseguida se elevaron, pintaron el arco iris en el aire, y desaparecieron.
       Inmediatamente después, como un mensaje enigmático, una débil ondulación del río, que cambiaba de colores en forma rítmica conforme avanzaba, llegó a morir a los pies del pintor. Éste, al ser tocado por el líquido cristalino recobró su movilidad y sus facultades, recogió sus implementos artísticos, colgó de su hombro la bolsa con los colores de la vida y se esfumó.


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ALAS ROTAS
     -cuento-

       Por fin siento de nuevo paz en mi alma y mi deseo de escribir se reaviva.
       El tema no lo escojo deliberadamente. Sólo suelto mi imaginación y el relato empieza a rodar...
       Me detengo en el umbral de mi mente. Mis sentidos se disparan al contemplar el deslumbrante espectáculo que en el interior se desarrolla: hermosas mujeres semidesnudas, con movimientos serpentinos, casi flotando, danzan, relajadas, en un espacioso salón. A los costados, otras damas de vivaces miradas se solazan sobre finos sillones, alfombras y cojines orientales.
Una música suave, dulce, fresca y cadenciosa ameniza el deleitable ambiente. Invade todos los rincones un exquisito y subyugante aroma.
       En el centro, sobre un espléndido mesón cubierto con límpidos manteles blancos, un banquete preparado con esmero invita al paladar. Manjares exóticos humeantes y una variedad de jugosas frutas maduras: manzanas, melocotones, fresas, racimos de uvas, rodajas de sandía y piña, mangos y naranjas se ofrecen en amplias bandejas colocadas con delicadeza.
       Hechizado, avanzo sobre el piso de seda del salón dispuesto a disfrutar de tales delicias. En medio del recinto me detengo y pienso, ¿qué tomo primero? Titubeo. Luego, decidido, me desplazo hacia mi primera elección...
       Pero en este instante escucho una detonación de arma de fuego en el exterior. La onda expansiva impacta en mi alma, agita mi espíritu, y mi historia se destruye, se desmorona... ¡otra vez!

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SICOSIS GENERAL
 
         -cuento-



       - ¿Qué es preferible, atacar o que nos ataquen? 
       - Atacar, soldado, atacar. Y a explicar eso vengo, precisamente. Permítame, ya voy a hablar a todos en forma pormenorizada esta situación. Siéntese. 
       - Sí, mi general – Tronó los tacones, hizo el saludo y se retiró presuroso del lugar.
       En la sala estaba el personal seleccionado, de todas las jerarquías, el mejor entrenado y mejor calificado para labores de alto riesgo, en las que se debe tener capacidad de reacción rápida, tomar decisiones sin titubeos y resolver las situaciones más delicadas y apremiantes con certeza, con cerebro. Ejecutar órdenes sin que le tiemble la mano. Allí había generales de brigada, comandantes, coroneles, sargentos, capitanes, oficiales, cabos y parte de la tropa de choque. Además, cinco agentes del servicio especial de inteligencia.
       La sala era amplia, alargada, con ventanales grandes que arrojaban hacia adentro cascadas de luz, aire fresco y trinar de pajarillos de un entorno extenso, delicioso a la vista: césped recién recortado, senderos de cemento, arboleda por doquier, estanques espejeantes rodeados de flores y bañados de diversas aves; un lago de cuatrocientos metros cuadrados en el que a diario navegaban tres o cuatro lanchitas con pescadores bien equipados.
       Este lugar también estaba provisto de escenarios para la práctica del deporte, como el futbol, baloncesto, ping-pong, etc. En un sector muy apartado diseñaron el polígono, donde las prácticas de tiro se hacían constantemente.
       Mientras en la sala se desarrollaba la reunión urgente convocada por el alto mando del ejército, en las diferentes áreas del exterior se registraba un inusual despliegue de elementos de la institución armada.
       El General colocó los papeles sobre la mesa y afianzó los lentes entre sus frías orejas y sobre su puntiaguda nariz. Despejó su garganta alta y deslizó su aguda vista por los rostros atentos de aquellos más de treinta hombres y la detuvo en dos juveniles semblantes femeninos. Luego, dirigiéndose a todos, con la firmeza que denota autoridad, con voz ronca, plana y enérgica, anunció la orden recién recibida de las más elevadas esferas:
       - Damas y caballeros: se nos ha encomendado cumplir una misión que requiere valentía, coraje, amor a la nación y sesos para lograr la victoria, que es lo único que se espera. El Señor Presidente de este país ha emitido la orden de atacar y ha girado instrucciones precisas sobre cómo proceder. Por lo que es necesario que ustedes, voluntariosos, astutos e inteligentes amigos, tomen nota para no descuidar algún detalle y evitar que yo tenga que hacer reiteraciones innecesarias. Al final de mi exposición podrán plantear sus interrogantes, si las hubiera –
       Movió la cabeza hacia los lados y con los brazos encogidos y manos empuñadas echó los codos y los hombros hacia atrás con fuerza para tratar de relajarse; acomodó su espeso bigote negro, sopló con la nariz y continuó, ahora, con un tono distendido y pedagógico:
       - Quiero comenzar con una observación muy pertinente: el cabo Arrazola me preguntó al nomás entrar a este recinto, si es mejor atacar o esperar a que nos ataquen – marcó una breve pausa y prosiguió – Entiéndanlo perfectamente: es mejor atacar. La mejor defensa es el ataque, dice un dicho bien conocido. Claro que en las dos opciones se corren riesgos y, acaso, habrá algunas circunstancias en las que esperar sea preferible; pero siempre van a ser decisivas las estrategias que se preparen. En el actual caso que nos ocupa, el factor sorpresa será nuestra principal carta bajo la manga. Estamos conscientes de que nos superan en varios aspectos, como en número de unidades, poseen sofisticado armamento y recursos tecnológicos. Sin embargo, damas y caballeros, nuestra estrategia nos va a convertir en triunfadores. Eso sí, dependerá de nuestra perfección. Cero errores en la ejecución del plan que ha sido concebido con el mayor cuidado –
       Reacondicionó los lentes ante sus pepitas negras y echó más energía a sus palabras.
       - ¡Concéntrense en estos aspectos que voy a destacar! ¡Éste es el corazón del plan! Lo primero que haremos es destruir objetivos vitales para debilitar al enemigo. Como sabemos que esta guerra podría durar meses y, quizás, hasta más de un año, correcto es pensar que provocando su desesperación le vamos a descontrolar. Luego, asestaremos un golpe letal.
        Abrió una pausa más y la cerró de inmediato.
       - ¿Cuáles son esos objetivos vitales? – Vio por encima de sus gafas y dio paso a la respuesta – Voy a enumerarlos sin establecer todavía orden de prioridades y la forma en que se va a proceder para ser destruidos:
       • Reventaremos la tubería de suministro de agua potable.
       • Haremos trizas las represas.
       • Acabaremos con todos los mercados y centros comerciales y vías de comunicación como puentes, carreteras, puertos y aeropuertos.
       • Atacaremos centros de información y comunicaciones y bases castrenses.
       • Botaremos las torres del tendido eléctrico y las diversas fuentes que proveen energía.
       • Pulverizaremos centros financieros, incluyendo instituciones bancarias.
       • Causaremos bloqueo de todos los celulares y demás aparatos de comunicación.
       • Destruiremos emisoras de radio y televisión locales, plantas de la prensa escrita, servicios de televisión por cable e internet.
       • Sacaremos a todos los enfermos de los hospitales y derribaremos esos edificios. Recuerden que cualquier disuasivo nos conviene. Mientras más duro, más efectivo.
       • Explotaremos empresas de gas y gasoductos.
       • Marchitaremos los cultivos que son el alimento básico.
       • Levantaremos sonidos agudísimos en puntos estratégicos.
       • Por medio de satélite activaremos miles de alarmas instaladas en todas las ciudades.
       • Soltaremos ratas, serpientes y arañas en todas partes.
       • Inutilizaremos los mecanismos de vuelo de sus naves aéreas.
       • A los perros, gatos, cerdos, vacas y caballos les lanzaremos alimento con alucinógenos potentísimos.
       • Haremos caer lluvias torrenciales con explosiones en las nubes.
       • Cubriremos el sol para tener noches prolongadísimas.
       • Y, proyectaremos, electrónicamente, figuras y sombras de nuestros soldados sobre los techos de las casas, y en calles y avenidas en penumbras, para aumentar la confusión y simular la multiplicación de nuestros efectivos.
       Todo esto lo haremos en una acción conjunta relámpago. El objetivo fundamental es provocar un caos monstruoso que distraiga al gobierno y a las fuerzas de combate para meter el cuchillo caliente en la margarina con ataques por aire, mar y tierra, disparando al enemigo con gran contundencia. 
       En ese momento irrumpieron en la sala cinco militares de alto rango, violentando la concentración colectiva, y pasaron hasta el frente. El que encabezaba al quinteto de uniformados saludó con supremo respeto al General que estaba en el uso de la palabra y le transmitió en voz clara y fuerte un importante mensaje:
       - Mi General, soy el Mayor Espinoza. Le ruego a usted me disculpe por interrumpir su alocución. Pero es necesario. Vengo directamente del cuartel general a donde ha acudido personalmente el Excelentísimo Señor Presidente de la República. Llegó para comunicarnos las órdenes de que brindemos todos los cuidados y consideraciones a usted y que sea prioridad uno protegerlo porque es elemento clave para el éxito de la presente campaña militar. Nos indicó que lo escoltemos en estos precisos instantes a un lugar secreto desde donde podrá continuar dirigiendo la operación, sin poner en riesgo su integridad física. Así que le pedimos que nos acompañe de inmediato. También debe enterarse usted, que se ha detectado agentes encubiertos de contraespionaje que nos espían, lo que eleva el peligro que corre usted. 
       - Bueno, pero, ¿quién va a presentar lo último de estas capitales instrucciones? -
       - No se preocupe; el Comandante Negreros conoce al dedillo el plan. Él se va a hacer cargo –
       Convencido el General, descendió del estrado y cuatro hombres corpulentos le escoltaron.
       Cuando a la sala volvió la calma, el Comandante Negreros, en tono suave, la inundó con su voz cavernosa para transportar este manojo de vocablos:
       - Damas y caballeros, hagan el favor de volver a sus actividades rutinarias, antes de que sospechemos que ustedes están en las mismas condiciones mentales del General. Él eludió esta mañana la seguridad del siquiátrico y armó este relajo –
       Los asistentes se levantaron rápidamente comentando disparates sobre el incidente y comenzaron a abandonar el recinto. Ya no alcanzaron a escuchar las últimas palabras del Comandante, quien dijo:
       - Yo también debo volver al nosocomio lo antes posible antes de que me vengan a traer con abrazos y besitos. 
       Caminó velozmente y al llegar a la puerta se detuvo a leer el rótulo que de ella pendía; hizo una mueca y, enseguida, con una mano lo empujó de una esquina y lo dejó moviéndose de un lado a otro. El rótulo decía “Sala de Reuniones del Siquiátrico Militar Nacional”.



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LLUEVE
 -cuento-

       La tarde se oscureció. Nubes negras y fuerte olor a humedad aparecen como señales claras. Apresuramos el paso.
       El fogonazo de un relámpago, seguido de un trueno ensordecedor, se presentan como el preludio a la continuación del copioso invierno que nos ha azotado. De inmediato la percusión infinita de gruesos goterones que se figura como disparos que impactan en nuestros cuerpos, chocan contra el piso y resuenan en mis tímpanos. La gente, entonces, corre alocada topándose entre sí, saltando y cubriéndose la cabeza.
       Es gente común que anda con unas penas sobre la espalda tratando de disimular otras. Es el pueblo que sufre perennemente en esta patria de dos largas dictaduras y varias frustradas; de una guerra cruenta que duró 36 años, de las viudas y los huérfanos, los desaparecidos...
       Las heridas siguen abiertas y se abren otras. Sangran...
       La lluvia arrecia. La inclemencia del tiempo es tan fuerte que nos obliga a abarrotarnos en la puerta de una tienda y de casas particulares. El agua nos salpica los zapatos, pero sería peor mojarnos completamente. Podría provocarnos, además, un resfriado. Debido a eso, preferimos continuar en esos lugares, con la esperanza de que amaine pronto.
       Esa ha sido la esperanza de todos. De aquellos que han sido asaltados a punta de pistola. De quienes sufren humillaciones. De los que aguantan hambre. Las violadas. Los que duermen en las frías calles. Los desempleados. Los padres que lloran junto a sus hijos y se preguntan, Señor, ¿cuándo cambiará esta situación? ¿Cuándo dejarán de correr estas lágrimas?
       Las correntadas de agua inundan las calles y fluyen veloces y furiosas. La tormenta parece prolongarse indefinidamente. Los vehículos van casi navegando, mientras los buses expulsan violentamente a las personas a este campo de batalla.
       El tiempo pasa, pero este castigo no cesa.
       Estalló la noche y todavía sigo aquí, refugiado, sintiendo ese aguacero en la cabeza al pensar en lo que pasó y continúa pasando.
       No me he podido mover. Otros, quizás cansados de esperar, han escapado hacia la tempestad.
       Nadie ha podido detener esta correntada de crueldades... Quien haga promesas sí siempre ha habido. Nos han ofrecido maravillas. El cielo y la tierra. Y les hemos creído, muchas veces.
       Logramos soñar. Construimos castillos en el aire. Yo, incluso, en algunas ocasiones, he tenido la impresión de que el mundo ha cambiado, que ha mejorado. Puede ser...
       Y sigue la lluvia...

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EL MENSAJE DE LA NAVIDAD
              -cuento-

       ▬ ¡Se robaron la navidad! ¡Se robaron la navidad! ¡Se robaron la navidad! ▬
                  (♪ Jingle bells, jingle bells… ♪)
       Niños, jóvenes, adultos y ancianos, todo mundo gritaba. Todos estaban consternados y tristes.
                  (♫ Oh, blanca navidad… ♫)
       Había ocurrido tan repentinamente que sentían que el mundo se les venía encima; que les habían arrebatado la felicidad en un abrir y cerrar de ojos. La gente buscó alocada por todos lados… y nada. ¿Y el responsable? Ni rastros de él.
                  (♪ Feliz navidad. Feliz navidad.
            Feliz navidad, próspero año y felicidad ♪)
       ¡Se robaron la navidad! Pero… ¿cómo ocurrió? Nadie lo podía creer. Jamás imaginaron que algo así pudiera pasar. Era el suceso mayor. La tristeza borró de un solo tirón toda señal de alegría.
       (♫ Ropopom pom, ropopom pom, pom, pom, pom…
       Yo quisiera poner a tus pies        
       algún presente que te agrade señor,
       mas no poseo más que un viejo tambor… ♫)
       Unos habían inventado nuevos arbolitos. Otros se las ingeniaron para obtener lucecitas mágicas, vivaces, juguetonas. Filmaron otras películas con Santa Claus de colores. Crearon una nieve más blanca, más suave y dulce… Una clarísima noche buena… Villancicos adorables…
(♪ Noche de paz. Noche de amor. Todo duerme en derredor… ♪)
       Desapareció la navidad. Pero… ¿cómo ocurrió?
       (♪ Tlan, tlin, tlan… las campanitas sonando están… ♪)
       Gracias a seres buenos, de los que aparecen en momentos precisos, la calma volvió a los hogares y corrió por calles y avenidas, tocó a la alegría y ésta empezó a dar brinquitos de contenta.
       Se produjo lo más grandioso: la organización de la gente, la unión; olvidar diferencias, pensar en el bienestar colectivo y no individual; el arrepentimiento y, principalmente, compartir amor. Convinieron en que afanarse para encontrar al culpable era perder el tiempo. La opción que escogieron fue ponerse a pensar y a trabajar para crear otra época mejor que la extraviada. Lo consiguieron.
       Pero… ¿cómo ocurrió el robo de la navidad? Ah, la curiosidad, gusano del cosquilleo, mosquito de la persistencia, gota de agua insistente sobre las hojas de la mente; rueda de la impaciencia.
       Cuando sucedió, la gente enloqueció casi; las personas de todo el mundo mostraron gran desasosiego. Se movilizaron los servicios secretos de inteligencia y las fuerzas militares de los países más poderosos. Los medios de prensa llenaron sus espacios con una cobertura total del acontecimiento, para ello suprimieron el resto de segmentos informativos, culturales y deportivos.
       Se especuló a lo grande; inventaron noticias. Se dijo que la vieron navegando en alta mar. Volando sobre territorios andinos. Cerca del exótico oriente. Se internó en espesas selvas. Cayó en un hoyo…
       La verdad era sencilla: Un niño se la llevó a su casa en el bolsillo del pantalón. Había jugado con ella desde que la encontró. Él era un pequeño infeliz que andaba descalzo, con pantalón roto, playera amarilla remendada y una gorra con el dibujo de una pelota de base ball.
       El chico caminaba por la calle a paso lento con las manos en las bolsas, cabizbajo, serio. La navidad se le atravesó y saltó a su bolsillo. Al niño inmediatamente se le iluminó el rostro y echó a correr, dando saltitos ágiles, hacia su casa. Allá la guardó en una cajita azul y la sacaba cada vez que necesitaba alegría.
       Fue una mañana clara, muy temprano, cuando sucedió ese encuentro. Era uno de diciembre. El mes orgulloso se paseaba estrenando vestido frente a un sol que asomaba sigiloso su nariz sobre las montañas.
       Las flores se quedaron con la boca abierta cuando a los jardines la vieron entrar. Los pájaros trinaron al verla de los árboles bajar. Los ríos cantaron porque en ellos se fue a meter y el cielo se alejó para verla crecer.
       En los ojos y en las orejas de diciembre llegó la encantadora navidad, la sonriente y bulliciosa navidad. Pero no siguió adelante. Se apeó y pronto decidió pertenecer a aquél niño desde que lo miró, antes que ser instrumento de envidiosos, hipócritas, delincuentes y avaros; de borrachos, drogadictos y desamorados.
       Fue un caso trascendental. La gente, como no se dio cuenta de lo que pasó, y por vivir en un mundo transitado por muchos malvados personajes, rápidamente comenzó a correr la voz de alarma:
       ▬ ¡Se robaron la navidad! ¡Se robaron la navidad! ¡Se robaron la navidad! ▬


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EL FINAL
  -cuento-


       Es un día gris y frío. Colecciona relojes.
       Tic tac tic tac tic tac
       El hombre se dispone a quemar el tiempo y para ello enciende una fogata. Reúne todos los relojes que posee, máquinas de agujas y digitales, y observa detenidamente el regular transcurrir de los números en todos ellos, como para decirles adiós por última vez.
       Él es conocido únicamente por el mote de “Cacho”. Corpulento, de pelo largo y barba corta; de 50 años cumplidos. Aburrido y serio.
       El péndulo del reloj que cuelga de la pared blanca lo distrae. El movimiento siempre de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Hacia uno y hacia el otro lado. Movimiento monótono. Sonido monótono. Su andar cada vez más monótono. Alargado y distorsionado. Derritiéndose y difuso. Di…fu…sooo…
       Cacho sintió que multitud de líneas de relojes, una tras otra, le golpearon la cabeza y lo hacen caer en un prolongado túnel. Túnel plateado y brillante, cegador. Se fue veloz, lejos, lejos… lejos… lejos… y desembocó en el pasado.
       Llegó a los iniciales segundos de la humanidad, que luego fueron minutos, horas, días...
       Ve los dinosaurios… Al hombre de las cavernas cazando animales entre los montes, dibujando esas escenas en las paredes de las cuevas y sorprendiéndose ante la aparición del fuego…
       La rueda que da movimiento a la vida, al progreso y que delata a la imaginación…
       A los sumerios inventado la escritura al igual que los egipcios en el año 3500 antes de Jesucristo.
       Deambula por las calles de Atenas cuando los clásicos griegos perfeccionan las letras y se asientan como la mejor cultura. Homero se inspira y produce la Iliada y la Odisea. Sócrates, Platón, Pitágoras y Aristóteles se interrogan, responden y se asombran ante las novedades y las cosas triviales.
       El Imperio Romano somete a los pueblos…
       “Cacho” también contempla, maravillado y esperanzado, el nacimiento de Jesucristo en Belén (año cero) y la escritura de la Biblia. El inicio del cristianismo.
       El planeta Tierra es el centro del universo.
       A finales de la Época Medieval se funda la primera universidad, Dante Alighieri crea su obra maestra, La Divina Comedia, y Francesco Petrarca deleita con su soneto.
       Enseguida, transita por Italia, a principios del Renacimiento, y contempla, asombrado, el mundo que se expande: todo gira en torno al Sol, gracias a las observaciones de Copérnico y Galileo Galilei; en 1440 Johannes Gutenberg inventa la imprenta y Colón descubre América.
       Las artes como la pintura, la escultura y la literatura entran en su apogeo, especialmente por las creaciones de cuatro genios: Leonardo Da Vinci con su magistral pincel inmortaliza a la Monalisa y Miguel Angel, el prototipo del hombre, esculpe su maravilloso David. En la prisión, el escritor Miguel de Cervantes Saavedra, en 1606, da vida a su libro El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Mientras tanto, William Shakespeare irrumpe en la sociedad londinense llevando el teatro a su máxima expresión con los libretos de Romeo y Julieta y Hamlet.
       A partir del siglo XVIII “Cacho” es espectador del desfile de interesantes corrientes literarias y culturales (La Ilustración, el Romanticismo, el Realismo y la Contemporánea) y revoluciones industriales y tecnológicas: Son los tiempos de la mente brillante de Isaac Newton. Diderot, Roussea y D´Alambert publican La Enciclopedia, un compendio de todo el conocimiento que bulle en esa época. Se inventa la máquina de vapor, el submarino, el aparato fotográfico…
       Se extasía con las ejecuciones prodigiosas de La Flauta Mágica, obra musical de Mozart, y presencia la creación del oratorio El Mesías que Frederic Haendel escribió en 24 días. Esta composición musical contiene un coro que se llama Aleluya, cuya interpretación, en uno de sus primeros estrenos, tuvo como espectador al rey de Inglaterra quien se puso de pie de inmediato y aplaudió emocionado y la concurrencia lo emuló. (A partir de entonces, el público se pone de pie para premiar con la ovación toda ejecución orquestal.)
       Johan Strauss acaricia el oído con sus notas de ensueño y el ritmo subyugante de su vals Danubio Azul.
       Beethoven impresiona al mundo con su Novena Sinfonía.
       Avanza en el tiempo y husmea en el taller donde Morse inicia las comunicaciones a través del telégrafo; se pasea en el ferrocarril que comienza sus primeras travesías y que rompe el silencio con su característico pito mientras coloca su penacho negruzco en el cielo. Así mismo, se deslumbra cuando Tomás Alva Edison enciende la primera lámpara eléctrica.
       Se introduce sigiloso en los estudios de luminarias del pincel como Goya, Van Goh, Rembrandt y Picasso.
       El dirigible o globo, en sus comienzos, lo eleva al cielo y hace piruetas en el aire. Es testigo de la llegada del fonógrafo, el teléfono, el automóvil y el cine. Los hermanos Wright inician la aventura del aire, estrenando el siglo XX, al practicar el vuelo con su primer diseño del aeroplano.
       Así mismo, “Cacho” merodea en los laboratorios donde se desarrolla la era atómica y nuclear y espía en los papeles de James Joyce cuando su pluma traza la trama de Ulises, su gran obra literaria.
       La Primera Guerra Mundial siembra de cadáveres la Tierra. En 1925, la televisión asombra al transmitir imágenes en blanco y negro y la Segunda Guerra Mundial muestra al mundo lo más macabro de la muerte.
       El pintor surrealista Salvador Dalí arrebata la mirada con la tela titulada La Persistencia de la Memoria, en cuyo cuadro destaca un reloj grande, plano, que está doblado sobre la rama de una planta sin hojas de la cual cuelga, un poco estirado, a manera de hule delgado. (En este lienzo, según la interpretación del famoso médico vienés Sigmund Freud, Dalí trata de representar el mundo simbólico de los sueños.)
       Después “Cacho” vibra con el ritmo y la voz del rey del rock and roll, Elvis Presley, y con las actuaciones del legendario cuarteto de Liverpool, Los Beatles, quienes enloquecen a las multitudes con canciones como She Loves You, Peny Lane y Yesterday. El grupo Queen, Bob Marley, Madonna, Michael Jackson, Abril Lavigne… Ve películas de primera como Contacto, La Sociedad de los Poetas Muertos, Forrest Gump, Danza con Lobos…
       (Aún no se había desatado la fiebre de los túmulos en las calles.)
       Además, asiste a la globalización con los portentos de la mente creativa del ser humano cuando construye la nave espacial, pone los pies sobre la luna y hace orbitar los satélites artificiales.
       Da el salto definitivo a la era digital.
       Un robot le enciende la computadora; notables personajes clonan la oveja Dolly, inventan el teléfono celular y revolucionan con el servicio de Internet. Nace el libro electrónico y la nanotecnología.
       Ademmmá a a ass… e e se mo vimien to… mono o tono… dell relo o oj… Ese movimiento… Mo…nó…to…no. Monótono. Monótono.
       El péndulo difuso se torna, lentamente, más visible. De derecha a izquierda y de izquierda a derecha, indefinidamente. El péndulo del reloj que cuelga de la pared blanca.
       “Cacho” se sacude la cabeza y comprueba que los relojes jamás dejarán de jugarle esas malas pasadas, que así serán perennemente.
       Piensa. Trata de ordenar sus ideas, de recordar lo que pretendía realizar antes de esta última alucinación. Y lo logra.
       Junta grandes cantidades de leña y enciende el fuego con apuro. Y espera.
       Cuando el fogarón le ilumina el rostro y le calienta el musculoso cuerpo, empieza el holocausto del tiempo. A las llamas van a parar, inicialmente, los segundos de diversos colores. Los segundos azules, rosados, verdes, amarillos, rojos… negros, blancos… se van como agua entre los dedos. Los agarra de sus colas y los deja caer complacido. Un fétido y asfixiante olor a azufre despiden al dorarse en el fuego. Se retuercen cual gusanos heridos antes de calcinarse. Luego, en hilos de humo se yerguen, tristones y temblorosos, en el aire. Tic… tac… Tic…
       Estos retazos de tiempo se consumen tan rápidamente que el placer que siente el verdugo es pasajero. Por eso decide arremeterla contra los minutos que, queriendo escapar, marchan en fila hacia la calle saltando por las ventanas. Los sujeta de las patas y los lanza a la hoguera. Arden como hojas secas. La existencia de cada uno tiembla un instante en las puntas de las llamas y desaparece arrebatada por el viento.
       El fuego es voraz e insaciable. El tiempo mismo al caer entre las brasas aviva más las llamas. Mientras más se alimentan, más crecen.
       Se agiganta la pira y el calor aumenta debido a que el tipo se esmera y tira fragmentos de tiempo cada vez en mayor cantidad y con más agilidad. Ahora manojos de minutos se pierden en las fauces del monstruoso incendio.
       La temperatura se eleva extremadamente, se vuelve insoportable. El sujeto suda a chorros pero resiste el calor y continúa como loco alucinado incinerando esperas, prolongaciones, edades…
       Pronto descubre que la levedad de los minutos le exige poco esfuerzo y que ya no le satisface. Tic… tac. Tic… Por eso pasa a algo mejor: las horas, platillo fuerte y suculento para el horno. Estas se fugaban por la puerta furtivamente. Las detiene, las corta directamente de los relojes y las lanza a las brasas sin compasión. Entonces se sueltan nuevos olores: a sol, a luna, a viento húmedo; a país, a sal, a árbol… flor… camino… eternidad…
       Se desparraman las primeras doce horas, caen desbocadas, se doblan, se van de espaldas sobre la llamarada y el clima es ya infernal.
       La flama se inflama. Las horas son incandescentes, fuelle; excelente combustible, pólvora que explota. Sin embargo, el conteo en las maquinitas siempre vuelve al principio, se rehace, renace invencible, burlón. TIC… tac. Tic… Por tal razón, la cremación de las interminables docenas de horas se alarga fastidiosamente, sin fin.
       Cacho descansa un momento y analiza la situación. Llega a la conclusión de que está frente al ave Fénix y que para aniquilarla la única manera será engrandecer el fuego en proporciones jamás existentes. Entonces le mete gran cantidad de leña y acelera su labor, convertido ya en una tea humana, pues las llamas invadieron su cuerpo avanzando a través de los brazos y las piernas. Aún así sigue adelante.
       Con gran agilidad se deshace de las horas, las echa a manos llenas, a montones, sin cesar. Sus grandes bloques de ceniza se desmoronan y se dispersan por el suelo. Horas tras horas pasan como nada.
       De la espantosa lumbre estalla una claridad cegadora y el recinto se pinta de rojo vivo. Y el hombre no se detiene. Su velocidad es tal que rebasa la barrera del tiempo y pasa de inmediato, directamente, a quemar los aparatos productoras de las horas. Toda la relojería es pasto de las llamas. Como consecuencia, el fuego adquiere ahora una fuerza totalmente incontrolable.
       El siniestro arrasa con la habitación y avanza salvajemente. Entre el crujir de los escombros se escucha todavía, muy débilmente, un peculiar sonido: tic, tac, tic… 
       Luego, toda la casa se convierte en una inmensa antorcha.
       Todo se consume rápida e inexorablemente.
       Todo se transforma en nada.
       O en casi nada…
       Pasado un lapso de silencio e inmovilidad, un montón de ceniza empieza a correrse hacia un lado hasta quedar descubierta la entrada a una cisterna. De ahí, a duras penas, va surgiendo la figura de un hombre bien mojado con quemaduras de gravedad. Se recuesta a descansar.
       Repuesto un poco del agotamiento, se aleja gateando del lugar cargando en la mano derecha un objeto chamuscado que acerca a su oído repetidas veces. Lo que escucha es un sonido que ya extrañaba: tic, tac, tic…



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IN-MORTAL
    -cuento-

       El hombre se concentra. Entra en trance. Del aparato de sonido, con cuatro bocinas distribuidas en las cuatro esquinas de la habitación, emana música instrumental intensa de Enya y Yanni, una orquesta arrolladora. La mente del sujeto es ocupada por un deseo intenso de ser inmortal. Piensa en la idea y repite mentalmente: “Soy inmortal… inmortal… inmortal…”
       Ha llegado a este punto porque está convencido de que la mente es poderosa y recuerda al escritor Julio Verne quien decía: “todo lo que la persona puede imaginar, puede hacerse realidad”.
       Él quiere ser inmortal. Quiere lograr lo que en el fondo busca todo ser humano: la eternidad.
       –¡Soy inmortal. Soy inmortal. Soy inmortal! –Lo grita a todo pulmón en total concentración, con todas sus fuerzas, hasta que llega a tener la certeza de convertirse en inmortal.
       Se cree inmortal. Se vuelve inmortal. Es inmortal.
       Luego piensa que quiere ser mortal nuevamente. “Mortal... Mortal...” Juega con su mente. Sabe de los gnósticos (fue gnóstico), de esos que dicen que hay que encauzar la energía, no malgastarla, que debe utilizarse en asuntos vitales.
       –¡Soy mortal. Soy mortal! –Se dice así mismo con suavidad. Su mente le dice que es mortal. Y vuelve a ser mortal.
       Quiere manejar su mente a su antojo, dominarla. Quiere ser el dueño de sus actos. Quiere ser amo y señor de sus pensamientos.
       –¡Soy inmortal. Soy inmortal! –Su voz ahora es más potente. Sus ojos están cerrados– ¡Soy inmortal! –Tiene sus manos empuñadas apretadas con toda su fuerza contra el pecho. Sus dientes rechinan. Hay una presión extrema de sus energías. Tiembla. Ahora sale una voz desgarradora– ¡¡SOY INMORTAL!!
       Queda de rodillas en el suelo, exhausto. Abre los ojos lentamente. Está con la vista clavada en el piso, inerte. El diafragma está activo, lo único que delata que hay vida en su cuerpo. El mundo gira. La música fuerte, la percusión, el ritmo ágil, recargan su cuerpo de energía y dan fortaleza a su mente. Se siente muy seguro. Se siente poderoso. Se cree un dios.
       Se incorpora lentamente. Nada perturba su mente. Camina a la puerta. La abre y sale a la calle. Atrás queda la puerta sin cerrar y la música escapando al exterior. No le importa. Se aleja.
       La tarde está en toda su intensidad.
       Sobre las aceras pasa gente aprisa. Por las calles circulan vehículos veloces. Él avanza despacio, con paso firme. Algunas personas distraídas se lo pasan llevando. Él sigue indiferente. Actúa como un inmortal. Se mueve como tal. Ni sonríe. Como si no le importara lo más mínimo lo que ocurre a su alrededor.
       Está en pleno centro de la capital. A medida que la tarde madura, se va incrementando el movimiento humano, es como el de un hormiguero.
       Detenido en una esquina, observa todo lo que pasa. Gente de toda clase, unas con bolsas, otros llevan maletines, folders, cajas en los hombros, –¡la prensa! –; una señora con un canasto de jocotes bloquea el paso; ventas de ropas,– ¡discos, películas! –Un señor ha estado cerca de que lo arrollara un carro.
       Eso que aprecia es la vida. Y para verla mejor, busca otro punto más estratégico. Un centro comercial de cuatro niveles. Toma el ascensor y va hasta la terraza donde hay un restaurante con sillas y mesas a la intemperie. Se acomoda en un mirador espléndido. Pide un cafecito caliente y un pastelito que se llama beso de la abuelita. De las bocinas brota la voz de Alejandro Sanz:

            …♫ La vida es una rueda que nunca frena… ♪

       Desde arriba contempla la actividad que despliegan las mujeres y los hombres allá abajo. “Estoy arriba. Soy inmortal”. –¡Ah, la vida! –Se sorprende tanto, como si fuera un extraño en este mundo.
       Sobre su cabeza zumba un avión de pasajeros. “Los accidentes aéreos. Cuánta gente fallece”. Desfilan por su mente infinidad de hechos vinculados con los mortales: Más de dos mil quinientas personas se suicidan diariamente en el mundo. Las enfermedades pasan su factura. Las funerarias piden a Dios que el negocio mejore. Los sicarios no descansan. Las madres reponen las pérdidas. Las cárceles detienen el fluir vibrante de la existencia...

            …♫ Sentir que es un soplo la vida,
            que veinte años no es nada… ♪


       Julio Iglesias flota en el ambiente sosegado con su canción Volver, original de Carlos Gardel; antiquísima la pieza.
       Deja su silla y se recuesta en el aire. Navega en sus pensamientos: “Hay dos mensajes muy importantes en la Biblia: la victoria de Jesucristo sobre la muerte y la promesa de una vida eterna”.
       Felipe Anuda, es su nombre de pila. Anuda, le dice la mayoría. Flaco y alto. Colocho. Trigueño. Callado.
       Felipe deja el restaurante y las nubes que veía tan próximas y desciende por las gradas. Las gradas van para arriba. Anuda va para abajo escalón por escalón. Talón tras talón.
       Ahora, ya en la planta baja, camino hacia afuera, las multitudes se cruzan y dirigen hacia diferentes lados. En la calle, los carros transitan como si intentaran ingresar a un estadio de futbol donde van a jugar la final los equipos más grandes del país. “Soy inmortal”.
       Metido en el río humano, él avanza. “Soy inmortal”. Un pie sigue al otro, lo alcanza y lo rebasa. El otro hace lo mismo. Los dos quedan a la par en la esquina de una avenida principal, de las más concurridas, donde no hay semáforo. Felipe contempla la correntada vehicular. Nadie cede el paso, tal vez cansados de conducir lo único en lo que piensan es en llegar a su destino. Él tendrá que atravesar. Quiere atravesar. ¿Tiene miedo? “Soy inmortal”.
       Se dispone a adelantar un pie…
       –¡Vendo inmortalidad! ¡Compre inmortalidad a precio rebajado! ¡Inmortalidad! –Un vendedor va por la acera gritando. Los pies de nuestro personaje se mantienen a la par– ¡Compre su inmortalidad a precio bajo! ¡Inmortalidad!
       Felipe Anuda observa al vendedor, sorprendido. ¿Es casualidad? ¿Está soñando?
       –¿Qué es eso que vende, amigo?
       –Se llama inmortalidad, señor –El vendedor detiene sus pasos frente a él.
       –¿puede mostrármela, por favor?
       Felipe se aproxima al hombre para apreciarla. Se trata de un producto raro.
       –¿Qué es esto? –Vuelve a preguntar.
       –Es la fruta más apetecida –El vendedor habla con palabras dulces, saboreándolas.
       Anuda toma una inmortalidad y la observa detenidamente en la palma de su mano. Pesa unas ocho onzas. Tiene la forma de un esperma y es de color negro. El tamaño es como de una mano empuñada. Su olor es apenas perceptible, algo similar al mango. Tiene textura suave; la cáscara es dura.
       –Esta fruta, lo mismo que todas las demás, tiene pulpa, –Explica el vendedor– pero entre la pulpa, que es amarilla, hay unos tunelitos comunicados entre sí, que están llenos de un fluido que se ve como… un humito blanco. Ese humito es el alma de la fruta.
       –¡Ah, qué interesante!
       –Y para aprovechar bien esta inmortalidad, –Continúa el vendedor– si la fruta se quiebra con un martillo o una piedra, debe abrirse en una habitación cerrada y aspirar lo más rápido que se pueda el fluido, sino lo arrebata el viento. Al ser absorbido por la nariz, que es por donde se aconseja hacerlo, el humito blanco viaja directamente al alma de la persona y la purifica. –El señor abre su bolsa, busca dentro de ella y extrae un tubito– Pero para no correr el riesgo de que se escape ese fluido, se inserta en la cáscara una punta de ésta pajillita y el otro extremo se mete en la nariz. Así, gracias a un mecanismo especial, el fluido sale sólo cuando se aspira.
       –¡Estupendo¡ –Felipe está embelesado, pero muestra el ceño fruncido– Y dígame, por favor, ¿de qué árbol es esta fruta?
       –Del árbol de la inmortalidad –El hombre contesta con naturalidad. Felipe deja que las palabras del vendedor se diluyan entre el ruido que les circunda.
       –¿Y qué sabor tiene?
       –Tiene sabor a eternidad –El señor habla con convicción como pretendiendo convencerlo de la calidad del producto.
       –¿Sabor a eternidad? –Felipe abre una sonrisa y la despliega por todo el rostro– ¿Y cómo es el sabor a eternidad?
       –Es como el sabor a fiesta –Explica el interpelado. Felipe suelta la risa y la expande.
       –Mire. Le voy a contar algo importante –El vendedor baja al piso la bolsa de pita donde lleva las inmortalidades. Es un señor bajito. Amable– De estos árboles sólo hay en mi pueblo.
       –¿De qué pueblo es usted? –pregunta Felipe.
       –De Puerta del Cielo.
       –¡¿De Puerta del Cielo?! –Anuda desnuda más su sonrisa brillante. Mira con ternura al vendedor. No agrega ni una palabra más.
       –Debe usted comprar –insiste el señor– Le garantizo la calidad de mis inmortalidades. Además, debe saber que en mi pueblo no ha muerto ni una sola persona desde que las aspiramos y las comemos. ¡Es un milagro! dirá usted. Para nosotros es algo normal.
       La gente pasa topándolos, pero la conversación los tiene tan metidos en el tema que no los distraen lo más mínimo.
       –Me pregunto –Se anima a intervenir Felipe– ¿Cuál puede ser la procedencia, el origen, de esta fruta?
       –Mmm, pues… es un poco larga la historia –advierte el señor.
       –Por mí no se preocupe que yo soy dueño del tiempo –Felipe suena altanero– Si usted no tiene inconveniente, me gustaría saberla. Ah, y soy Felipe Anuda. A sus órdenes.
       –Gracias. Yo soy Nube Sancé... –Estrechan sus manos– Bueno, sentémonos aquí –Ambos se acomodan en la grada de una puerta.
       –Dicen que la semilla la trajeron de Grecia. Era del Árbol de la Cicuta sembrada por un gran pensador que vivió hace más de dos mil quinientos años. Se llamaba Sócrates. Del Árbol de la Cicuta había dos variedades, uno venenoso y otro llamado de la buena vida –Un transeúnte le machuca el pié, Nube recoge la pierna, con indiferencia– Aseguran que era difícil diferenciar uno de otro. Sólo unos tres conocedores podían distinguirlos. El mismo Sócrates, señalado de pervertir a la juventud y sentenciado por esa supuesta falta, se sabe que murió al beber la cicuta, que era una bebida preparada para ejecutar a los condenados. El día fijado para que ingiriera la mencionada toma, él se mostró tranquilo, calmado, sin temor, como si nada malo fuera a pasarle. Incluso, aprovechó para demostrar a sus seguidores que el alma es inmortal.
       El vendedor estira sus piernas. Luego las encoge. Felipe alarga la pierna derecha y dobla la rodilla izquierda y descansa un brazo sobre ella.
       –Me gustaría agregar unas sabias palabras de éste famoso hombre –Dijo Nube.
       –¡Déle!
       –Bien. Le cuento que Sócrates enseñaba que el ser humano está compuesto de algo material, que es el cuerpo, y de un elemento inmaterial que le anima, que le da vida, que es el alma, o espíritu. Lo material, es decir, el cuerpo, es destructible; lo inmaterial, el alma, es divino, indestructible. Por lo tanto, el cuerpo muere, el alma es inmortal –Nube resume las explicaciones del famoso filósofo– También afirmaba este gran pensador que existen almas puras e impuras. Las impuras son las que han vivido sin comedimientos, cometiendo injusticias, dañando a otras personas, cediendo a los placeres de los sentidos. Igualmente decía que las impurezas impiden al alma tener relación con la esencia pura y divina, por lo que vivirán en desgracia perpetuamente. Por el contrario, las almas puras, que han cultivado las virtudes sociales, la templanza, la justicia, la bondad, etc. se elevarán a un lugar delicioso al separarse de sus cuerpos, y serán plenamente felices.
       –Después de convencer a todos los presentes que lo acompañaban en la celda –continúa Nube– Sócrates pidió que le llevaran la bebida para cumplir con la condena que le impusieron. Los amigos se admiraron de la actitud sosegada que él manifestaba y se mostraron expectantes cuando llegó el momento fatídico. Recibió la cicuta y se la tomó con toda facilidad. Hasta se relamió los labios, como si hubiese probado un refresco exquisito. Luego se acostó y lo declararon muerto –Nube mete una pausa y la retira– ¡Pero no murió! A lo largo de la historia se ha afirmado que sí, pero porque no saben que los que lo amaban no quisieron que la verdad se supiera. Por eso lo ocultaron, le cambiaron nombre y lo hicieron ciudadano de otro país –El vendedor de inmortalidades enfatiza sus palabras– De alguna manera, Sócrates se enteró de que la bebida que le darían no sería del árbol venenoso, por eso estuvo tan confiado. Alguien pudo introducir a la mesa de su preparación la fruta que no era venenosa –Una pausa más iba a formarse, pero el vendedor no lo permitió– Hoy, incluso, todavía hay algunos que aseguran que Sócrates sigue vivo.
       –¡Nube! ¡Nube! –Alguien grita desde un pick up detenido en mitad de la calle. Un bullicio de bocinas se abre– ¡Véngase!
       –¡Me tengo que ir. Disculpe!
       Ágilmente el hombrecito levanta su bolsa, se mete entre los carros, sube a la palangana del pick up y se sumerge en la distancia. Felipe Anuda queda estático, parpadeando lentamente, con la boca abierta. Enseguida se pone de pie y vuelve a la esquina. Ve el río de carros fluyendo incontenible. Al parecer, aquí se establece la ley de la selva, la ley del más fuerte, pues sólo logra pasar el más atrevido.
       –¡Soy inmortal! –grita a todo pulmón y se lanza a la calle. El primer vehículo lo golpea fuertemente y lo lanza contra otro carro que intenta esquivarlo inútilmente. Recibe dos embestidas brutales. Cae violentamente al pavimento y queda inconsciente.
       El piloto del segundo auto se da a la fuga lo más rápido que puede; el primero se detiene, desciende con presteza y se inclina sobre el cuerpo de Felipe.
       –¡Señor, señor, se encuentra bien! –Le levanta la cabeza con suavidad. Otra persona se acerca y entre ambos lo retiran con suma delicadeza de la calle y lo trasladan a la acera. Allí reacciona. Abre los ojos sin pronunciar palabras.
       –¡Señor, ¿cómo se siente?! –Felipe mueve con cuidado los brazos y las piernas.
       –Estoy sólo un poco adolorido –su voz suena quejumbrosa.
       –Lo voy a llevar con un doctor para que lo evalúe. Ayúdeme por favor –Felipe se apoya en los dos hombres para levantarse y lo introducen en el vehículo.
       –Amigo, ¿cómo fue que usted se metió de repente en ese mar de carros? Gracias a Dios que no le pasó algo tan grave. ¡Cómo no lo maté!
       –Ahhh, usted disculpe… –Exprime su par de palabras que suenan a decepción.
       –No, hombre, para nada –Dobla velozmente en una esquina– Vamos a ver que dice el médico.
       –¡No, no, no, no! Estoy bien. Sólo son golpes leves. No se moleste.
       –¿Usted cree? Para mí que es conveniente…
       –Es innecesario –Le interrumpe Anuda.
       –Bueno, pues, es su vida. Allí sí usted decide –Detiene el carro en un semáforo y le ve la cara– Por lo menos déjeme invitarlo a un tecito en mi casa.
       –Acepto. Gracias –Felipe Anuda le devuelve la mirada al tiempo que palpa su pierna izquierda, del fémur para abajo– Y usted que anda bien trajeado, ¿cuál es su profesión?
       –Soy Ingeniero Agrónomo y doy clases en la Universidad de San Carlos –Sonríe y soba la punta de su corbata– Mi nombre es Esculapio Salvatierra. A sus órdenes.
       –Gracias. Yo soy Felipe Anuda.
       –¡Vaya forma de conocernos! ¿verdad?
       –La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida dice una canción vieja de salsa.
       –Así es –El Ingeniero Esculapio libera una sonrisa clara.
       El auto llega a una avenida poco transitada, con arboleda sobre la acera. Se estaciona frente a una vivienda de color verde aqua, de dos niveles.
       –Pase adelante por favor, Felipe.
       –Gracias ingeniero.
       –Acomódese allí en la sala. Esta es su casa, oye. Y lea algo por ahí en lo que yo voy por el tecito.
       Anuda recorre con la vista el interior de la residencia, palmo a palmo. Detiene su mirada en un perro que gira continuamente persiguiendo su propia cola y que, luego, cae de bruces derrotado. Le parece simpático el can. Pregunta la hora a un reloj de pared, las tres agujas le contestan que su motorcito les dio descanso y que por eso tienen al tiempo jugando con las arañas en una esquina.
       Toma un periódico de la mesita de centro y lo hojea. Atrae su atención una noticia curiosa: trata de una familia que ofrece sus servicios de cuidadores de juguetes. Dicen que ellos son expertos en entretener a aquellos juguetes que los niños han dejado abandonados por preferir la televisión y la computadora. Incluso, ellos ofrecen llevárselos para su casa para cuidarlos allá hasta que se vuelvan inservibles.
       Esta familia cuenta que su servicio es gratis, que lo hace por amor a los juguetes y para evitar que éstos, ofendidos, un día decidan ya nunca jugar con los niños.
       Felipe sonríe, cierra el periódico y lo regresa a la mesita. Lo coloca a la par de un precioso bonsái.
       La sala del ingeniero Esculapio es amplia, tiene profesiones colgadas de la pared. En un extremo un viejecito recostado en una mecedora hospeda dos moscas en sus pálidos labios. Tres plantas de interiores refrescan el ambiente y a través de la ventana se aprecia un hermoso jardín en el que sobresalen, entre otras, el Asiento de la Suegra y el Ave del Paraíso, aparte del exotismo que agregan la Palmera Phoenix y la Viajera.
       La computadora, que bosteza en una esquina, tiene un descansador de pantalla que enseña dos mensajes. El primero dice: “Nos convertimos en el producto de tres cosas: las canciones que escuchamos y las películas que vemos; la gente con la que nos asociamos, y los libros que leemos. Alexander Scott”.
       El segundo mensaje es: “Hay cuatro áreas en las que la persona debe crecer: espiritual, física, intelectual y social”.
       El ingeniero regresa con un azafate de mimbre en sus manos, un poco tieso por la falta de costumbre de servir así. Pasa a la par de las moscas y espanta al anciano. Ambos se ríen.
       –Perdone la tardanza, mi amigo, pero es que esto de entrar a la cocina es algo que presenta sus dificultades.
       –Comprendo. No se preocupe que yo paso los mismos problemas –Agarra su taza humeante, sopla en una orilla para enfriar, sorbe un poco de té y agrega– Ingeniero, quiero preguntarle algo.
       –Sí. Dígame.
       –¿Qué sabe usted de la inmortalidad?
       –¿Deeee… la inmortalidad?
       El ingeniero Esculapio piensa un momento. Coloca su taza en el azafate y endereza un poco su prominente columna vertebral que compite con la Gran Muralla China
       –Bueno, comenzaría por ese pasaje en el que Dios maldice a Caín diciéndole que vagará eternamente sobre la tierra. También recordar ese misterio de la muerte y resurrección de Jesús, en el que llama la atención el hecho de que asciende al cielo en cuerpo y alma. Eso en cuanto a lo bíblico, ¿verdad? que siempre debe tener un lugar preferencial –Se rasca la nariz– Hay varias cosas más. Y vale la pena mencionar primero que, a mi parecer, la creencia real de las personas comunes y corrientes es que no existe la inmortalidad. Que no establecen ninguna diferencia entre cuerpo y alma. Están convencidas de que cuando muere el cuerpo, muere todo. También tengo certeza de que todos temen morir. Eso de que les espera el paraíso después de la muerte, es sólo del diente al labio.
       –Otra cosa que sé perfectamente, –continúa el ingeniero, antes de que tome la palabra el visitante– es que Dios es inmortal, porque es un ser increado, y que sólo él concede la inmortalidad, la vida eterna. Así mismo que, excepto el hombre, todas las criaturas son inmortales, ya que ignoran la muerte. ¿Qué le parece?
       –Son conocimientos generales –Indica Felipe, mermando la importancia de lo expuesto por el ingeniero Esculapio.
       –Es correcto –El Ingeniero bebe otro poco de té– Pero hay otros aspectos no muy comunes. Esto de la inmortalidad siempre ha inquietado a la gente. La literatura que, de alguna manera, siempre ha reflejado el sentir del ser humano y de la sociedad en que se mueve, registra varios ejemplos. Y es, precisamente, desde el arranque de la historia de la humanidad donde encontramos el primer ejemplo. Se trata de la leyenda de Gilgamesh, conocido el texto por el título de El Poema de Gilgamesh. Fue escrito, aproximadamente, dos mil años antes de Cristo. La autoría se atribuye a los sumerios, una de las primeras y más avanzadas civilizaciones, quienes también crearon el primer alfabeto, casi al mismo tiempo que lo hicieron los egipcios.
       El ingeniero Esculapio Salvatierra se acomoda un cojín en la espalda, mira por encima de sus gafas al viejecito de la mecedora, quien está doblado hacia un costado, y sigue adelante.
       –Pues la leyenda cuenta que Gilgamesh era el rey de Uruk y que éste deseaba ser inmortal, pues temía morir. Para conseguir su objetivo viaja a tierras muy lejanas. Durante el trayecto vive grandes aventuras y atraviesa con éxito las tinieblas de la cordillera de Masu, custodiada por hombres escorpiones. Al llegar a su destino, consulta a un hombre sabio. Éste le revela un secreto de dioses. Le dice que en el fondo de un lago hay una planta con espinas, como la rosa, que si la encuentra le proporcionará eterna juventud. Gilgamesh se sumergió en el lago, sacó la planta y emprendió el retorno. En el camino se detuvo en un río, puso la planta en la orilla y se metió a bañar en las frescas aguas. Una serpiente apareció y se tragó la planta. Gilgamesh regresó decepcionado a Uruk, donde al poco tiempo falleció.
       –Muy bonita la historia –Felipe Anuda endereza un poco su columna vertebral y vuelve a recostarse en el sillón– Y hay una película basada en esa leyenda.
       –Así es. ¿Quiere más tecito, Felipe?
       Anuda divaga un instante.
       –No, no, gracias. Es suficiente. A propósito, haciendo eco de momentos gloriosos, en un monumento que está frente a la municipalidad capitalina dice “De la eterna Roma a la Guatemala inmortal.
       –Sí. Excelente observación. Además de Gilgamesh, hay otros ejemplos de personajes mitológicos. Entre ellos están los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué, dos semidioses del libro Popol Vuh. Además, aunque no siga un orden cronológico, aparecen otras obras literarias extraordinarias donde se mencionan personajes divinos que tienen una debilidad, lo que los convierte en semidioses. Acordémonos de Sansón a quien Dalila le corta el pelo, razón por la que pierde el poder. Aquiles, llamado “el de los pies ligeros”, protagonista de la obra la Iliada, de Homero, quien tenía su punto débil en el tobillo, lugar que no se mojó porque de allí lo sostuvo su mamá cuando lo bañó en el río para hacerlo inmortal. Parecido a éste es el caso de Sigfrido, el héroe del libro El Cantar de los Nibelungos, pues éste mató a un dragón y cuando, debajo de un árbol, se disponía a bañarse con la sangre de éste animal, antes una hoja de un árbol le cayó en la espalda, precisamente la parte que quedó vulnerable ya que allí no se manchó.
       –¡Fantásticas esas historias! Hoy tenemos a Superman y otros de esas estupendas tiras cómicas con capacidades similares o superiores –Felipe está emocionado y se siente influenciado por esos relatos. Parece que su mente renueva la idea de la inmortalidad que se hizo trizas al recibir los golpes de los carros.
       Las moscas están de nuevo aposentadas en los tristes labios del anciano.
       –¿Usted cree, ingeniero, que en este mundo se puede conseguir la inmortalidad?
       –Mire –El ingeniero cruza las piernas– Hoy practican cirugías plásticas, ya descubrieron el gen de la longevidad y están tratando de lograr el rejuvenecimiento de los órganos y la piel. Es probable que la expectativa de vida mundial, que hoy es de casi los sesenta y siete años, en poco tiempo sea de setenta y cinco o más.
       –La ciencia está avanzando a pasos agigantados –Felipe intenta forzar una conclusión favorable a sus pretensiones.
       –Tiene razón –El ingeniero Esculapio busca una salida a su intervención– Para aterrizar en mi hipótesis… Meto a colación lo siguiente: De las buenas cosas que dice entre tanta babosada, recuerdo una pasadita del cantautor Facundo Cabral, refiriéndose a las canciones: “procura tú que tus coplas vayan al pueblo a parar. Que al volcar el corazón en el alma popular, lo que se pierde de gloria se gana en eternidad”. De igual manera, un personaje del libro la Iliada, de Homero, levanta su voz para decir: “Si alguna vez contaran mi historia, cuenten que caminé entre grandes. Los hombres brotan y se marchitan como el trigo invernal. Pero estos nombres nunca morirán”.
       –A lo que quiero llegar, mi querido Felipe, es a que en esta tierra, de hecho, existe la inmortalidad.
       –¡¿De verdad?! –Anuda se enciende.
       –Pero esa inmortalidad es sólo un estado. Esta inmortalidad es relativa. Podría decirle que Gilgamesh al final se volvió inmortal, lo mismo que Homero, Aquiles, Sansón, Sigfrido. El caso de Jesucristo es diferente, porque la información proviene del libro de la verdad. Pero aquellos existen aún hoy porque los recordamos. Eso quiere decir que uno es inmortal en esta tierra en la medida en que persistamos en la memoria de los demás. Nada más. Es decir, que vamos a existir el tiempo que los otros nos recuerden. Vivir, quizás imperecederamente, sólo en su memoria. ¿Me comprende?
       Felipe Anuda siente desinflarse. Apoya la vista en el piso y tensa el semblante. No responde a la interrogante que le envía su interlocutor. Palpa sus miembros adoloridos. Levanta la mirada, parpadea, ve al ingeniero Esculapio y se pone de pie.
       –Gracias por el tecito, ingeniero. Me tengo que retirar porque ya se me hizo noche… incluyendo mi ideal que he tenido tan claro –Extiende su mano para despedirse. El ingeniero se incorpora con su mano derecha levantada y estrecha la suya.
       –Eeeeeh… ¿se siente mejor, Felipe?
       –Sí. Estoy bien. Muchas gracias. Pase feliz noche.
       Felipe se encamina con rapidez a la puerta y sale a la calle. La noche que se ha tornado fría, le clava sus puñales en las costillas. El ingeniero se asoma a la puerta a duras penas y le grita:
       –¡Por favor, venga a visitarme otro día para que hablemos más despacio!
       –¡Lo haré. Gracias!
       El Ingeniero vuelve a gritarle otras palabras para tratar de animarle:
       –¡Y recuerde muy bien que usted es hijo de un Dios!
       Felipe detiene sus pasos para asimilar el mensaje.
       –¡Buena idea! –Responde al cabo de unos segundos y sigue caminando.
       Al llegar a la esquina, Anuda nuevamente se detiene y mira a todos lados. Llena de oxígeno sus pulmones y emite un grito ensordecedor:
       –¡¡Soy in-mor-tal!! – ∞


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